viernes, 9 de noviembre de 2018

Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927) (2)








Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)


Rashômon (1915)


“羅生門”, “Rashōmon”



Este relato, junto a “En el bosque”, fueron usados como
argumento para la película Rashômon (1950),
dirigida por Akira Kurosawa

Originalmente publicado en la revista 帝国文学 (Teikoku Bungaku), 1915;

Tales of Grotesque and Curious

Traducción de Glenn W. Shaw

(Tokyo: Hokuseido Press, 1930)



      Era un frío atardecer. Bajo Rashômon, el sirviente de un samurái esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashômon en la avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa [sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según la clase social; asimismo, designa a la dama que emplea dicho sombrero] o nobles con el momieboshi [antiguo gorro empleado por los nobles y samuráis; designa también a aquellos que llevan dicho gorro], podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kioto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashômon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

       En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

       Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

       Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kioto.

       Por eso quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir”. Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme de este sirviente de la época Heian.

       Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la avenida Sujaku.

       La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashômon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. “Para escapar a esta maldita suerte” —pensó el sirviente—, “no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo…” Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no elijo…” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir “si no…” demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en ladrón”.

       Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kioto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

       Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

       El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su katana [espada japonesa] de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zôri [calzado similar a la sandalia, hecho en base a paja de arroz] sobre el primer peldaño.

       Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashômon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashômon, en una noche de lluvia como aquélla?

       Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

       Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

       Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

       El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

       Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

       Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

       A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio —pronto lo comprobó— no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal”, por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón —el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes— no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

       Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashômon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

       Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su katana, en una zancada se plantó ante la vieja. Volviose ésta aterrada, y al ver al hombre, retrocedió bruscamente, tambaleándose.

       —¡Adónde vas, vieja infeliz! —gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

       La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

       —¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

       Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su katana y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitados. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

       —Escucha. No soy ningún funcionario del Kebiishi [alto Comisariato instituido por la Corte Imperial en el año 816, como medida contra los perturbadores del orden]. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso, no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

       La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

       —Yo, sacaba los cabellos… sacaba los cabellos… para hacer pelucas…

       Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia le invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

       —Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

       Mientras tanto el sirviente había guardado su katana, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

       —¿Estás segura de lo que dices? —preguntó en tono malicioso y burlón.

       De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

       —Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

       Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

       Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

       Abajo, sólo la noche negra y muda.

       Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

-Literatura .us


* * *




Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)



La nariz (1916)

(“鼻”, “Hana”)

Originalmente publicado en la revista Shinshichō (Universidad Imperial de Tokio, enero 1916);

Tales of Grotesque and Curious

Traducción de Glenn W. Shaw

(Tokyo: Hokuseido Press, 1930)





      No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, le cae desde el centro de la cara.

       Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote “que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste” le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.

       Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas, la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kioto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.

       Las gentes del pueblo opinaban que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo mal herido.

       En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante, mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.

       En el templo de Ike-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se lo veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor.

       Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sâriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nâgârjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz.

       Pero no es de extrañar que a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.

       Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kioto, reveló que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.

       El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde hizo introducir la nariz de Naigu en el orificio. La nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el discípulo:

       —Creo que ya ha hervido.

       Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:

       —¿No os duele? ¿Sabéis?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero ¿no os duele?

       En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto.

       Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: “El médico dijo que había que sacar los granos con una pinza.”

       Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.

       Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:

       —Tendréis que hervirla de nuevo.

       La segunda vez, comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo.

       “En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz”. El rostro reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu. Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras.

       Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurái que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas si le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era “diferente” al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso…

       “Pero si antes no se reían tan abiertamente…” Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabhadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando, como “aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado”. Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a este problema.

       En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.

       Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando: “La nariz, le pegaré en la nariz”.

       Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cara al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.

       Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.

       Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano, la notó algo hinchada e incluso afiebrada.

       —Debo haber enfermado por el tratamiento.

       En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente.

       En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción.

       —Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.

       Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño.

-Literatura .us



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Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)



El biombo del infierno (1918)

(“地獄変”, “Jigokuhen”)

Originalmente publicado en Chūō-kōron (abril 1918);

Tales of Grotesque and Curious

Traducción de Glenn W. Shaw

(Tokio: Hokuseido Press, 1930)





I

      Difícilmente habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro. De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora madre había aparecido el Matatejas [uno de los cinco Rajás, mensajero de la esotérica secta budista Shingon: tiene seis cabezas, seis manos y seis piernas; destruye el mal y protege el bien], lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo concedido ser muy diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba de inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario, que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan a compararlo con el emperador de Ch’in, Shih Huang Ti [259-210 d.C.: primer emperador de China, ordenó la construcción de la famosa muralla e hizo quemar todos los libros anteriores a él] o con Yang Kuang [569-618 d.C.: emperador de Sui, derrocado y muerto por el pueblo sublevado], de Sui; pero tales calumnias están muy lejos de la verdad.

       Las intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la gloria o a la fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre de gran carácter deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que él la disfrutaba.

       Así, cuando sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Templo Nijâ, no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Târu-no-Sadaijin [personaje de la obra de teatro nô Tôru, original de Zeami; Tôru, noble de la Corte Imperial, hace reconstruir un famoso paisaje de la provincia Te Michinoku en Kioto para gozar de él; después de su muerte, en las noches de luna llena aparecía su fantasma y se repetían fiestas como en años anteriores], que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la avenida Higashi Sanjâ y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku), desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el propio señor de Horikawa. Tales eran el carácter y el poder del hombre que gozaba de enorme popularidad en toda la capital, donde se lo veneraba como a la reencarnación de un santo.

       Cierta vez, de regreso de la fiesta del ciruelo, soltose un toro de su carroza y embistió y derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar, juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de señor tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que acontecieron a lo largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día, en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió treinta caballos blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por un sacerdote de Shintan [denominación con que en el antiguo Japón se aludía a China]. Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable. Pero de todos los episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al “Biombo del Infierno”, hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha /font>[poema budista que se refiere a la grandeza y poder del Buda e indica el camino del creyente; kada, en japonés]… En fin, noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba imperturbable, pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica, entonces, que quienes estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que le había servido durante veinte años, en los que nunca me había tocado presenciar una escena parecida.

       Pero para narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del biombo que representa el Infierno.



II

      Al nombrarlo, es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre artista que en su tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a narrar, tendría ya unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia de un ser perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu [kimono antiguo que en su origen se usó para la caza y luego se llevó en la corte], estampado en color jiroflé y tocado con el momieboshi [antiguo sombrero japonés.]; pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza, y los labios rosados y húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia resultase particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor intencionadas le bautizaron con el nombre de Saruhide [“saru” significa mono; juego de palabras en lugar de Yoshi-hide, el “Mono-hide”], por su parecido con este animal.

       A propósito de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide, de quince años, servía en palacio como konyobo [doncella de la corte]; era una joven muy afable que en nada se parecía a su padre. Como había perdido a su madre siendo muy pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente, que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo hasta en los más mínimos detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de la señora de Horikawa y de las demás nyobo [doncella de la corte; categoría superior a konyobo].

       Cierto día, alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó Yoshihide. Era un animal muy gracioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes empezaron a burlarse del mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos con burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido al pino del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas, y se divertían maltratándolo.

       Un día en que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas. Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando. Detrás del animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada rama y amenazándolo.

       —¡Ladrón de naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré!

       Y lo perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba lastimosamente… Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo, con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi [especie de sacón que las damas de la corte llevaban sobre el kimono] de color violeta y lo acogió con cariño; luego saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez que le decía con su voz suave y fresca:

       —Señor, es un pobre animal; os ruego le tengáis compasión.

       Pero el niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció aún más y pateó el suelo repetidas veces.

       —¿Por qué lo protegéis? —protestó—. Es un mono ladrón de naranjas.
       —Puesto que es un pobre animal… —repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste— y como lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no puedo soportarlo.

       Pronunció estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo:

       —Bien, ya que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono.

       Hizo esta concesión con visible contrariedad, y arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta corrediza.



III


      Después de este incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente.

       Ante esta situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar al animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del señor de Horikawa, no sólo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse cuando supo que un samurái le había hecho daño.

       Se cuenta también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con el mono, cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba la amistad que existía entre ella y el mono.

       —Sois fiel a vuestro padre —dijo el señor—; os recompensaré.

       La muchacha recibió del señor de Horikawa un akome [ropa interior que llevaban las cortesanas, muy lujosa y profusamente bordada que se usaba para las fiestas] de color rojo vivo, en premio a su buen corazón.

       El propio mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro del señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor filial que implicaba la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables, como murmuraba la gente. Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante. Aquí sólo quiero aclarar que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no podía soñar en correr ninguna aventura con la que era hija de un simple pintor a su servicio.

       Después de haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y modesta, no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la hija del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la llevaba consigo siempre que salía en su carroza.

       Pero dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con el mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no cesaban de burlarse de él y de llamarlo “Saruhide”. Y esto no sólo ocurría en palacio. El Sôzu [categoría de sacerdotes budistas que sigue al Shosci, el de más alto cargo] de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su nombre se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio.

       Aquí conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez Yoshihide había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote; pero, como comprenderéis, son habladurías de la gente de la calle y no conviene otorgarles mayor crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide era compartida en todas las castas sociales. Sólo uno que otro pintor amigo y algunas personas más, que lo conocían por su obra y no personalmente, se eximían de hablar mal de él.

       Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide reunía otros defectos no menos importantes, de manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía a su misma naturaleza.



IV


      Era desvergonzado, haragán, avaro y codicioso, pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor pintor del Japón, convicción que él pregonaba como si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como si esto fuera poco, se creía superior también en otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo, de las buenas costumbres y de la rectitud de los demás.

       Cierto día —así lo refirió un discípulo que trabajó varios años en su taller—, cuando en el palacio de un noble un espíritu vengativo que había poseído a la famosa médium de Higaki anunció que por intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide tomó tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó a dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad.

       A tal punto era perverso que a la sagrada Mahâs’ri [kitsushû-ten, en japonés: diosa de la fortuna; en Japón generalmente es representada como una hermosa mujer vestida ceremoniosamente, con una flor de loto en la mano izquierda] la pintaba con el rostro de una vulgar prostituta, y al Acalanatha [acalanatha o aryacalanatha: fudô myoo, en japonés; el principal de los Cinco Reyes Iluminados (myoo), reverenciado especialmente por el budismo esotérico japonés como protector de la fe] lo mostraba como a un villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes, y si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna: “Dificulto que los dioses que pinto quieran vengarse de mí”.

       Al escuchar tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados, y algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía convencido de ser el más genial pintor del universo.

       Dicho todo esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel como por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o un Kanaoka [dos famosos pintores de la época Heian], u otro pintor clásico, se podía decir, por ejemplo, que en una noche de luna parecía percibirse el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse las dulces melodías de la flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide sólo hablaba de cosas desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos [motivo de origen budista en el que se representan en círculo los destinos que aguardan al hombre después de su muerte según la conducta observada en vida; son: el Paraíso, el Hombre, el Infierno, la Bestia y el Demonio; en los templos budistas de la India se pintaba este círculo en los pórticos], se decía que quien pasaba a medianoche cerca del lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se contaba también que cuando ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos de varias cortesanas, las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas de una extraña enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que la pintura de Yoshihide era como él: irreverente y demoniaca.

       Como os iba diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse se jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de Horikawa, bromeando, le dijo:

       —Entiendo que a vos sólo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide?

       A lo que él contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios colorados:

       —Exactamente. La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios.

       Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se justificaba la insolencia que había gastado con el señor. El discípulo que os mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju para satirizar su insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu [genio mitológico del Extremo Oriente, de larga nariz y famoso por su soberbia] que en una época pasada vino desde la China. Pero este Yoshihide, este descarado Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de amar humanamente.



V

      Yoshihide sentía un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento sensible, que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por su hija excedía los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se trataba de comprarle kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero con largueza.

       Quería y cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan cualquier noche. Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó su contrariedad, y aun después de transcurrido un tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que el señor de Horikawa había llamado a la joven sugestionado por su belleza, y la había llevado a pesar de la disconformidad del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y desconfiada.

       Aunque el rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide pintó el Mañjusri [monju, en japonés: uno de los Bodhisattva, simboliza la inteligencia], atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquél.

       Como el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció:

       —Os recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis.

       ¿Qué os pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras:

       —Deseo que me devolváis a mi hija.

       Este deseo hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera el del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente generoso, le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante con expresión severa, le dijo secamente:

       —Eso jamás.

       Se levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas veces. Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que podía correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía llorar, conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos opinarían que la tragedia relacionada con el Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la hija del pintor a acceder a los requerimientos del señor. Pero es absurdo suponer que haya podido suceder tal cosa.

       A nuestro parecer, el motivo de que el señor de Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar era justamente la conveniencia para ella de vivir en palacio sin ninguna preocupación, en lugar de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto, nadie niega que el señor sintiera simpatía por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os repito: no era porque la desease, como muchas personas malintencionadas se empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las malas lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo que sucedió en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo que representase el Infierno.



VI


      Al mencionar el Biombo del Infierno, vuelve a mis pupilas el violento colorido del cuadro tal como si lo tuviera delante de mis ojos.

       Aun tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un trabajo totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos del biombo hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes [en el Más Allá budista están los Diez Reyes que interrogan a los espíritus acerca de la conducta que han observado durante su vida; al séptimo día deben responder ante el primero, luego a los 27, 37, 47, y así sucesivamente hasta concluir con los diez, quienes determinan el lugar del Infierno a donde deben ir] y los guardianes, y el resto del cuadro aparecía cubierto en su totalidad por una hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera de los puntos amarillos y azules de los kimonos al estilo T’ang [dinastía china, 618-906 d.C.] de los myôkan [funcionarios del Infierno], dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color resaltaban las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las chispas, en un fuego que parecía danzar alocadamente.

       Sólo esta furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de los cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de la realidad. Nobles de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu-ginu [kimono que usaban las señoras jóvenes y que constaba de cinco atavíos superpuestos], sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta [calzado de madera similar a la sandalia], doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos… Enumerar los motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros con cabezas de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata [arma antigua en forma de rastrillo para derribar o rapar al enemigo] podría ser una kamunagi [hombres o mujeres que servían en las ceremonias del sintoísmo; siendo hombre, okamunagi, siendo mujer, mekamunagi]; en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko [arma antigua que en el extremo de un cabo de hierro llevaba una espada] y se precipita cabeza abajo como un murciélago, se reconocería a un joven funcionario del gobierno; además los había que eran azotados con látigos de hierro o aplastados por enormes piedras; algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña y otros mordidos por dragones venenosos… Se hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases de condenados allí registradas…

       Pero en medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y terrible era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del cielo, atravesando un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban los espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era agitada por el viento infernal, y en su interior se veía a una cortesana ataviada con un lujo propio de las nyôgo [doncellas de la categoría más elevada que servían en la corte] o de las kôi [doncella que servía en la corte, y que seguía en jerarquía a las nyôgo], debatiéndose desesperadamente, con sus negros cabellos revueltos y un cuello de impresionante blancura entre el rojo de las llamas. Tanto la doncella como la carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral la ejecución del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los condenados.

       Pero temo haber alterado el orden de la historia en mi apresuramiento por hablaros del Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento en que el señor de Horikawa le encargó la ejecución de la referida obra.



VII


      Durante cinco o seis meses consecutivos Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el palacio. Conducta extraña en aquel hombre que tanto amaba a su hija, cuando empezó a trabajar se olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os hablé refería que, cuando Yoshihide empezaba a pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado por algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento. Lo cierto es que en ese tiempo se comentaba que el secreto de su éxito estaba en sus plegarias al Fukutok-no-ôkami [Dios de la suerte y de la fortuna] con quien había sellado un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo espiado mientras pintaba y habían visto a los fantasmas de varios zorros rondándolo. Según he oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba de todo; se encerraba en el taller día y noche y muy raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso que nos ocupa pudo verse que su inspiración y fervor artístico cobraban especial intensidad.

       Su aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los discípulos con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se detenía allí. Aun sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar era suficiente para inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo, cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a los cadáveres que encontró en el camino, de los que las personas comunes apartaban la vista horrorizadas y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros y cuerpos putrefactos.

       ¿Qué os quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad? Seguramente muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el espacio para detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los hechos fueron más o menos los siguientes.

       Cierto día el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores, cuando se le presentó inesperadamente el maestro:

       —Pensaba hacer una siesta —dijo—, pero esto días duermo muy mal.

       Como no le pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente, sin interrumpir su labor:

       —¿De modo que no puede conciliar el sueño?

       Mas, cosa insólita, el maestro mostrose entristecido y continuó:

       —Quiero pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado.

       Pronunció estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el maestro se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo aceptó, diciendo que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado, le dijo titubeando:

       —Bueno; quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás discípulos, no les permita pasar.

       Esa habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas estaban cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto del biombo hecho con yakifude [especie de carbonilla para dibujar en forma de pincel] y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco después dormitaba con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo fue sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.



VIII


       Al principio eran sólo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como de alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente comprendió algunas frases.

       —¿Qué? ¿Que vaya yo?… ¿Adónde?… ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?… ¿Que vaya al Infierno? ¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú…

       El discípulo detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro, pálido y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo: era la lengua; de ella salían las palabras delirantes.

       —Con que eres tú… Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme? Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno… ¿Qué? ¿Que mi hija me espera allí?

       En este punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra misteriosa rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al maestro. Y lo sacudió con fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al lado para lavar los pinceles.

       —¿Que me estás esperando, y que suba a la carroza?… ¿En esta carroza?… ¿Al Infierno?… —proseguía delirante.

       Al decir estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado. Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el semblante demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo:

       —Puede retirarse.

       Éste se retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían. Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla. Luego se tranquilizó.

       Pero puedo deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado al taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó:

       —Lo siento, pero tendrá que desnudarse como la vez pasada.

       Como ya anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una mirada extraña y agregó:

       —Pero esta vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que, aunque lo lamento mucho, tendrá que hacer lo que le mando.

       Hablaba fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que se diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del maestro lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento: “Creí que había enloquecido y que me mataría”.

       Un poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena que el discípulo perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso.



IX

       Podría agregar que en tal estado el pobre discípulo tenía la apariencia de un tonel, estrechamente atado de pies y manos. La única parte del cuerpo que podía mover era el cuello. Además, tratándose de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso y los muslos se le iban enrojeciendo por la intensa y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide parecía importarle poco la situación del discípulo, y no cesaba de dar vueltas en torno de él, dibujándolo detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio del discípulo durante ese tiempo.

       Sin embargo, ese sufrimiento sería sólo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado sería decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite negro. Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado:

       —¡Una serpiente, una serpiente!

       Como él mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón.

       En ese momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel del cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el reptil por la cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano de alcanzar la mano que la aprisionaba.

       —¡Diablos! —gritó Yoshihide—. ¡Me arruinaste un dibujo!

       Enfurecido, arrojó la serpiente en la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera le dio las gracias ni lo consoló. Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que había aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el maestro acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después.

       Con la sola mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que contaros una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce años, que por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida.

       Una noche este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano tenía un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca vista por el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un gato? Sí; mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas y los ojos blancos, grandes y redondos eran como los de un gato.



X

      Yoshihide era un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller, un cúmulo de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki [especie de bandeja con cuatro patas cortas] adornado con motivos de maki-e [pintura sobre objetos de laca, que se realiza empleando polvo de oro y plata], que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes que, según lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro era que no se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba. Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna tuviera su origen en misterios como éste. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba algo, pero Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole el ave con el mentón, le dijo:

       —¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado?
       —¿Qué clase de ave es? —preguntó el discípulo—. Es la primera vez que veo un pájaro semejante.

       El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó:

       —¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku [búho con cuernos]; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas.

       Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque… Olvidado de la presencia del maestro y atento tan sólo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.

       El ave seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los ojos. En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de macabro que producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake [licor que se produce por las frutas que guardan los monos en los huecos de los árboles]. Al decir del discípulo, creía hallarse sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara le pareció el pálido reflejo de la luna.

       Pero, aunque horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver cómo el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide.



XI


      Era lógico suponer que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que lo había llamado con la expresa intención de pintar una escena fríamente planeada por él, adiestrando de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse el rostro con las mangas del kimono para defenderse del asedio. Gritó algo ininteligible y se acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza. En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado, mientras el batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos.

       Instantes después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente. Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una víbora negra se había enroscado al ave, apresándole el cuello y una de las alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla se habían trabado en lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un instante contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la serpiente, nadie supo decir nunca nada.

       Incidentes de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño, y como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno, durante este periodo los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del invierno, algo pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y cada día hablaba con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro quedó paralizado. No sólo no había adelantado el trabajo, sino que hasta parecía haber borrado algunas partes.

       Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que no podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo. Los discípulos, hastiados ya de la conducta del maestro, no quisieron acercársele; era como compartir la jaula con un tigre o un lobo.



XII


       En realidad, nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar, eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y cuando estaba solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía llegar hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para pintar el Círculo de los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres del camino, empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto para el Biombo del Infierno?

       Mientras Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía cada vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto, el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas sombreándole los ojos y acentuando aun más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería a una lógica preocupación por su padre, a quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría enamorada; pero con el tiempo la gente lo atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido que se le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella.

       En ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.

       Una noche, a hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono. Era una tibia noche de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos en flor.

       Bajo la luz de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la nariz y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo, y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un puntapié, pero me acordé de aquel samurái que lo había maltratado; por otra parte, la actitud del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin pensar en nada preciso.

       Al llegar a un ángulo del corredor desde donde se dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos unos ruidos ligeros como de personas que lucharan en silencio. Hallé insólito este ruido repentino en medio de aquella quietud, quebrada sólo por el chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención para ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.


XIII

       Al mono parecía resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros. Quise evitarlo y aparté instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se me aferró a la manga del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso: me puse en acción.

       Abrí rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde no llegaba la luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión… Mejor dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró atemorizada, como si encontrara terrible mi presencia.

       Que esa persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un brillo particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden en las faldas del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su modalidad casi infantil. ¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?… Apoyándome en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis ojos, al mirarla, le preguntaban quién era esa persona.

       La hija del pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia. No me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad.

       Me acerqué a su oído y le pregunté en voz baja:

       —¿Quién es?

       Mas la joven hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían las pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca.

       Comprenderéis que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que tampoco en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía decir a la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a su lado, como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.

       No recuerdo exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y la insté a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada y con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando sentí que alguien tiraba tímidamente de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada menos que el mono, que haciendo gestos como si fuera una persona, inclinaba la cabeza repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al cuello.



XIV


      Unos quince días después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy inferior, en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor le concedió gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera fuese la persona que lo solicitara.

       El pintor vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo:

       —El Biombo del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues he trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días.
       —Os congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho.

       No sé por qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta.

       —No merezco ninguna felicitación —dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco—. Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo lograr.
       —¿Cómo? ¿Hay algo que no conseguís pintar?
       —Os lo digo. En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo, nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar.

       Al escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente.

       —¿Queréis decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno?
       —Exactamente. El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran comparables a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fudô[45]. Vos ya conocéis esa obra.
       —Pero ¿cómo representaréis las almas condenadas y los guardianes del Infierno?
       —Ya he visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes —Yoshihide sonrió maliciosamente—… a los guardianes los he visto varias veces en mis sueños. Algunos con cabeza de toro, otros de caballo; los había con tres cabezas, seis brazos y seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no consigo es independiente de todo esto.

       El señor parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con irritación, y frunciendo el ceño le preguntó secamente:

       —Entonces, ¿cuál es el motivo que no podéis pintar?





XV


       —Tengo pensado, señor, pintar en el centro del biombo un biroge [carroza antigua que usaban en la corte los nobles de las más altas jerarquías; se adornaba con hojas de palmera] cayendo del cielo.

       Dicho esto, levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado con harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide adquirían un brillo especial.

       En esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió:

       —En el interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror, mirando el techo y procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen las chispas. Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Ésta es la escena que no puedo lograr!…

       Por algún motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.

       Y ya con los labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado:

       —No puedo pintar eso…

       Repitió de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia:

       —Os ruego, señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible, dentro de la carroza… —se interrumpió bruscamente.

       El señor de Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De pronto estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:

       —Seréis complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego.

       Al oír estas palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios.

       Tras un breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo le hubiera estallado adentro:

       —Pondré fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su interior; no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis pensar en pintar a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo… Os felicito, os felicito…

       Yoshihide empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso sólo duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se hubieran relajado repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada:

       —Os agradezco la merced.

       Quizá Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor, y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquélla fue la única vez que sentí alguna compasión por Yoshihide.





XVI


       Pasados tres días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa, incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que había pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad.

       Hacía mucho tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso jardín donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta hermana del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña falda de color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar el piso…

       Os puedo asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el sol, el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio estrellado se parecen a sombras monstruosas.

       Era una noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío de color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado en relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario añadir que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De un modo especial se destacaba la figura de un samurái, que después de la batalla de Michinoku, en la que a causa del hambre se había visto forzado a comer carne humana, había adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenía puesto al parecer el haramaki [tela que envolvía por debajo de las ropas la región abdominal] y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba. Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban un cuadro fantasmagórico, entrevisto sólo fugazmente a la luz movediza de los faroles agitados por el viento.

       La parte superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la oscuridad, tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de oro refulgían como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba la escena.

       El carruaje lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver su interior, y próximos se hallaban, estratégicamente situados, los sirvientes con las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese en dirección a la casa.

       Un poco más apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía las ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.

       Parecía más pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo estrellado.

       Detrás había otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se hallaban en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no podía distinguir el color de sus vestidos.





XVII


      Se acercaba la medianoche. Las sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor de la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el extraño cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora:

       —¡Yoshihide!

       Éste contestó algo, pero sólo fue una exclamación.

       —¡Yoshihide! Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido.

       Y miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que el señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.

       —Observad bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de un instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del Infierno.

       Dicho esto el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero.

       —Dentro de la carroza se ha atado a una mujer. Al arder el carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman en chispas y se elevan hacia el cielo.

       El señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros.

       —Será un espectáculo nunca visto —dijo—. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad la cortina para que pueda verse a la mujer.

       Uno de los sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha levantó con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más fuerza en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a una mujer que parecía atada en forma brutal. Esa mujer… ¿Quién no la reconocería? Sobre el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado con motivos de cerezos, caían sus largos brazos y negros cabellos adornados con sashi [adorno de metal para el peinado] de oro que despedía intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos tan distinguidos y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito.

       En ese momento, el samurái que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver, se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba correr hacia el carruaje. No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a la distancia.

       Esta escena duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide —que parecía flotar atraído por una fuerza invisible—, y mostró la palidez mortal de su rostro.

       La carroza ya era presa de las llamas cuando Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor había dado la orden, y los sirvientes habían arrojado las antorchas dentro de la carroza.





XVIII


      El fuego se propagó rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las cortinas, las mangas del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se consumían con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante. Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo, semejantes a una bola de fuego que al caer estallara en mil fragmentos. Yo había gritado un momento antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro consuelo que contemplarlo, aturdida y desconcertada.

       Pero ese padre, Yoshihide… No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer impulso fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado, con las manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y sombrío. Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un inmenso estupor ante la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni el asesino cuando comparece ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento. Hasta el famoso samurái que ya os cité palideció a la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida mirada al amo.

       Pero éste, a su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas… ¡Ay! No tengo fuerzas para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado por el humo, los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus hermosas ropas ardiendo como una tea… Imposible concebir una visión más despiadada. Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante, el humo se desplazó hacia el lado opuesto a donde nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror cómo en medio de esa hoguera, que parecía despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura forcejeando dolorosamente por quitarse las cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos.

       En ese momento, como si el viento hubiese renovado su intensidad, vimos un remolino en las copas de los árboles agitados de pronto por una ráfaga o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se desprendió del techo y volando, o corriendo, pero sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de la joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido se prolongó como un lamento detrás de la humareda. Una exclamación de espanto brotó de todas las gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los Horikawa y que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de la infeliz muchacha.





XIX

      Pero sólo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.

       Yoshihide se hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora muestras de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de la desdichada.

       Pero lo extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder semejante al que simbolizan los leones de los sueños [el león era considerado animal mitológico por los antiguos japoneses; en los sueños simbolizaba el poder invencible]. Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas por el fuego parecían evitar el sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de inmortalidad, y se mostraban sobrecogidos por su actitud.

       Todos nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa alegría incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No podíamos dejar de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la noche, Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante.

       El señor de Horikawa se había transformado: intensamente pálido, despedía espuma por la boca, apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como una bestia sedienta.





XX

       Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor.

       La mayoría opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor. Creo, no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo hizo con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto lo escuché una vez de los propios labios del señor.

       También se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el Biombo pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo maldecían, y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances de su amor de padre. El Sôzu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y solía decir al respecto: “Aunque sea un gran artista, desde que olvida los cinco deberes del hombre, no merece otro destino que el Infierno eterno” [los cinco deberes consisten en respetar las relaciones entre soberano y súbdito, padre e hijo, marido y mujer, joven y anciano, y por último, entre amigos; también las cinco virtudes: caridad, honradez, gratitud, inteligencia y confianza].

       Un mes después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo al juicio del señor. Se hallaba presente el Sôzu Yokawa, quien al ver la obra quedó estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la superficie con increíble fidelidad. El Sôzu, que habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente al Biombo no pudo menos que exclamar: “¡Magnífico!” Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga sonrisa del señor al escuchar el elogio.

       Desde que concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran aversión por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo.

       Pero cuando su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir a la hija que tanto había amado.

       El cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas de musgo.


-Literatura .us



* * *




Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)



Kesa y Moritô (1919)

(“袈裘と盛遠”, “Kesa to Moritō”)

Originalmente publicado en Chūō-kōron (abril 1918);

Rashomon and Other Stories

Traducción de Takashi Kojima

Introducción de Howard S. Hibbert

(Tokio: Turtle, 1952)





I

      A medianoche, contemplando la luna, fuera del cerco que rodea su casa, Moritô, pensativo, va pisando las hojas muertas.



Monólogo de Moritô

      Ya asomó la luna. Si hasta ahora esperé con impaciencia su salida, llegada esta noche su luz me llena de temor. Mi cuerpo tiembla al imaginar que en sólo una noche pueda quedar destruido lo que fui hasta ahora, para convertirme en criminal desde mañana. ¡Imaginar el cuadro, cuando estas manos se tiñan con el rojo de la sangre! ¡Cómo habré de maldecirme cuando llegue ese momento! No sería tan grande mi sufrimiento si se tratara de un enemigo que odio; pero no guardo ningún rencor a quien debo matar esta noche.

       Yo conozco a este hombre desde hace tiempo. Aunque su nombre, Wataru Saemon-no-Jo, sólo lo supe ahora por este incidente, recuerdo haber conocido antes sus rasgos finos y su cutis blanco, casi impropios de un hombre. Es verdad que en ese momento tuve celos al saber que era el marido de Kesa, pero ya esos celos se han disipado sin dejar rastros en mi corazón. Por eso, aunque sea Wataru mi rival amoroso, no siento por él ni odio ni rencor. Más aún, podría decir que hasta siento compasión por él; cuando mi tía de Koromogawa me enteró de los esfuerzos y sacrificios que había realizado para conquistar a Kesa, llegué a tenerle verdadera simpatía. ¿Acaso no se dijo que por el deseo de casarse con ella se había iniciado en el difícil arte de las poesías waka [forma poética japonesa, compuesta por 31 sílabas]?

       Cuando imagino esos poemas de amor escritos por este hombre grave y prosaico, debo sonreír a pesar mío. Pero mi sonrisa no es ninguna burla. Me enternece el proceder de Wataru, que hasta de eso fue capaz para obtener el favor de una mujer. Hasta es posible que su pasión, que le lleva a esos extremos por conquistar a esa mujer que es mi amada, me produzca cierta satisfacción.

       Pero ¿es que amo realmente tanto a Kesa para decir todo esto? Yo amaba a Kesa antes de que perteneciera a Wataru; o tal vez creía amarla. Aunque pensándolo ahora, veo que tras ese amor se ocultaban motivos inconfesables. ¿Qué buscaba yo en ella? Debo confesar que era la mujer cuyo cuerpo deseaba, siendo yo virgen por entonces. Si se me permitiese la exageración, diría que el amor que sentía por ella era un deseo carnal sentimentalmente embellecido. Porque, si bien durante los tres años siguientes a la separación no la olvidé, ¿habría pensado igualmente en ella en caso de haberla poseído? No puedo decir con certeza que no la haya olvidado. Después de separarnos había en mí añoranza, una gran parte de pesar por no haberla conocido íntimamente. Luego, obsesionado y torturado por ese oscuro sentimiento, inicié la presente relación, esa relación que siempre había temido y que tanto deseara. Y ahora me pregunto: “¿La amo de verdad?”

       Pero antes de responder es preciso que recuerde, aunque me desagrade, todo lo sucedido hasta este momento.

       Cuando me encontré casualmente con Kesa después de tres años —en ocasión de celebrarse la Consumación en Puente Watanabe—, durante medio año me valí de toda clase de ardides para poder encontrarme secretamente con ella. Finalmente tuve éxito, y no sólo logré la entrevista sino que también pude poseer su cuerpo, tal como lo había soñado. Sobre esto debo aclarar que lo que me obsesionaba en ese momento no era, como dije antes, la frustración de mi primer deseo. Cuando me senté frente a ella en la habitación de la casa de Koromogawa, noté que mi pesar anterior había desaparecido. Seguramente el hecho de que en ese momento yo no fuera ya virgen había contribuido a disminuir mi deseo. Pero más que eso, la razón más poderosa estaba en que ella, físicamente, ya no era la de antes. Ciertamente, la Kesa de ahora no es la de tres años atrás. Su rostro ha perdido lozanía y una sombra negruzca circunda sus ojos. La excitante y deliciosa carne que había en sus mejillas y debajo del mentón, ha desaparecido como por encanto. Se podría aventurar que lo único que no ha cambiado en ella son sus luminosos ojos negros… Este cambio fue sin duda un rudo golpe para mi deseo; recuerdo que la fuerte impresión me obligó a desviar la mirada cuando me enfrenté con ella.

       Y bien: ¿por qué entonces, tuve relaciones con esa mujer a la que no deseaba mayormente? Primero, sentí un extraño deseo de conquistarla. Cuando estuvimos frente a frente, ella comenzó a exagerar deliberadamente el amor que sentía por su marido. Yo únicamente entendía que lo que me contaba sonaba a falso y vacío. “Esta mujer conserva el orgullo por su marido, pensé, pero podría ser un síntoma de rebeldía, para no despertar mi compasión.”

       Entonces sentí que minuto a minuto un firme deseo de desmentir sus palabras se iba agitando dentro de mí. Naturalmente, si me preguntaran por qué creía que era falso, o si no había vanidad de mi parte en suponer que mentía, no encontraría el menor argumento para replicar. Lo cierto es que estuve completamente convencido de que mentía; y lo sigo creyendo.

       No solamente me dominaba el ansia de conquistar a Kesa. Aparte de ese deseo —con sólo decirlo me lleno de vergüenza— estaba poseído por un deseo puramente carnal. Sin embargo, el motivo no era la insatisfacción de antes. Era más bajo, un deseo sexual que no exigía que fuese ella quien tuviera que saciarlo. Quizá ni cuando el hombre que compra viera una prostituta sería tan obsceno como lo era yo en aquel momento. Como quiera que fuese, por todos estos motivos trabé íntima relación con Kesa; mejor dicho, la deshonré. Y volviendo ahora a la pregunta del principio, no considero indispensable saber si la amo. A veces, hasta la odio. Cuando “aquello” concluyó y por la fuerza atraje a mis brazos a esa mujer que lloraba, la encontré más infame que yo: los cabellos rizados y el empolvado rostro sudoroso, todo en ella revelaba la fealdad, tanto de su alma como de su cuerpo. Si realmente la había amado hasta ese momento, ese amor tuvo que desaparecer para siempre aquel día. O si no la había amado, puedo decir que ese día nació en mí un nuevo odio por ella. ¡Y hoy tengo que matar a un hombre que no odio a causa de una mujer que no amo! Pero esto no es culpa de nadie. Yo lo dije, impúdicamente, con mi propia boca: “Matemos a Wataru”.

       Pienso si no estaría loco cuando susurré estas palabras al oído de Kesa. Sin embargo lo hice, a pesar de no desearlo, resistiéndome íntimamente. Ahora, recapacitando, no comprendo por qué habría de querer transmitirle semejante deseo; aunque si forzara una explicación diría que cuanto más la aborrecía más grande era mi tentación de deshonrarla. Y nada era más indicado para ello que matar a Wataru, el esposo que Kesa se jactaba de amar, y hacer que aceptara mi proposición aun contra su voluntad.

       Debió ser así como la convencí, como en una pesadilla, de que lo matásemos. Por si esto no fuera suficiente para justificar mi propósito, diría que una fuerza desconocida —tal vez la del diablo o del demonio— había anulado mi voluntad impulsándome a esta perversión. No obstante, susurré insistentemente al oído de Kesa esas mismas palabras.

       Por fin ella alzó vivamente su rostro y me dijo, sin vacilar, que aceptaba mi determinación. Me decepcionó la facilidad con que me dio su respuesta; fue más: al mirarla, sorprendí en sus ojos un misterioso brillo que hasta entonces no le había conocido. “Adúltera” fue la impresión instantánea. Al mismo tiempo, me invadió una desazón que me hizo descubrir, repentinamente, todo el horror que encerraba mi intención de matar. No creo necesario agregar que junto a ello su repulsiva y sensual presencia de adúltera mortificaba obstinadamente mi conciencia. De ser posible, habría retirado mi promesa en el acto. Deseé vivamente degradar hasta el límite a aquella mujer. Así mi conciencia podría escudarse en mi indignación, aun cuando la hubiera ofendido deliberadamente. Pero me faltó valor para ello; confieso que cuando clavó en mí su mirada, mudando repentinamente de expresión… lo que me llevó a comprometerme en forma vergonzosa a matar a Wataru un día fijo, a determinada hora, fue el miedo a la posible venganza de Kesa en el supuesto caso de que yo me arrepintiera. Ahora mismo siento que me persigue tenazmente ese miedo. Quien quiera burlarse por creerme cobarde, que se burle. Yo he de decirle que no conoció a la Kesa de ese momento.

       “Si no mato al marido, de algún modo provocará mi muerte, aunque no sea ella quien la ejecute. Siendo así, prefiero matar”, me dije con desesperación ante aquellos ojos que lloraban sin lágrimas. ¿Acaso no pude confirmar mi temor cuando vi que, bajando la vista, sonreía poniendo un hoyuelo en su pálido rostro?

       ¡Ah! Por esa maldita promesa deberé sumar a mi más impura alma el peso de un crimen. Si consiguiera romper este pacto antes de que llegue la medianoche… Pero tampoco lo podría soportar. Ante todo, he dado mi palabra. Después… He dicho que temía la venganza de Kesa; es verdad. Pero hay todavía algo más. ¿Qué es? ¿Qué fuerza poderosa es ésta que empuja a un cobarde como yo a matar a un inocente? No lo sé, no lo sé… Sin embargo, no puede ser. Desprecio a esa mujer. La temo. La odio. Pero a pesar de todo, a pesar de todo eso, es posible que hoy mate, precisamente porque la amo.



       Moritô, prosiguiendo su marcha, acalla el monólogo. Claro de luna. Se oye una voz que canta una balada.

Sin luz,

como las sombras,

las almas de los hombres

ardiendo en llamas de terrenales pasiones

desaparecen, para siempre,

de esta vida pasajera.

II

      A medianoche, fuera del chodai [recinto para cama, elevado del piso, cuyos cuatro costados se hallan cubiertos por cortinas; usado especialmente en dormitorios de los nobles en el antiguo Japón], Kesa, con la manga del kimono entre los dientes, da la espalda a la lámpara que ilumina la habitación, pensativa.



Monólogo de Kesa

       ¿Vendrá? ¿No vendrá? Bien, no creo que haya cambiado de parecer; se va poniendo la luna y no oigo sus pasos. Si no viniera… Ah, tendría que vivir nuevamente, día tras día, como una mujer indigna. ¡Cómo atreverme a un proceder tan audaz y deshonesto! Seré como cualquier cadáver abandonado en el camino, puesto que deberé callar, como una muda, aunque muestre toda mi vergüenza por el ultraje padecido. De llegar a eso, no acabaría de morir ni después de muerta. No, no, él ha de venir, seguramente. Estoy convencida desde que observé sus ojos cuando nos despedimos la última vez. Él me teme. Me teme aunque me odia y me desprecia. Si realmente me tuviera fe, no dudaría. Pero confío en él. Confío en su egoísmo. Quiero decir, estoy segura del miedo abyecto que le inspira su propio egoísmo. Por eso puedo decir que vendrá esta noche, infaliblemente…

       Pero ahora que no puedo creer más en mí, ¡qué miserable me siento! Hace tres años yo estaba segura, confiaba sobre todo en mi belleza. Quizá fuera más acertado decir “hasta aquel día”, que “hace tres años”. Ese día en casa de mi tía, cuando me encontré frente a él en la habitación, una sola mirada bastó para ver reflejada en su alma mi propia miseria.

       Afectando inocencia, Moritô trataba de seducirme con palabras amables e insinuantes. Pero ¿qué consuelo cabe en el alma de una mujer que ha descubierto su propia corrupción? Me sentía mortificada, horrorizada y triste. Prefería la terrible angustia de aquella vez, en que siendo niña, vi un eclipse en brazos del aya. Todos mis ensueños se disiparon. Después, ciñó mi cuerpo una tristeza semejante a un amanecer después de la lluvia… Sentí el temblor de esa tristeza; y por fin entregué a aquel hombre este cuerpo, este cuerpo hecho cadáver. A ese hombre que no amo, que me odia y es un mujeriego. ¿No habré podido sobreponerme a la angustia que sentí cuando comprendí mi propia pobreza? ¿Acaso habré querido disimular todo con aquel fugaz instante, cálido y delicioso, en que me entregué ocultando mi cara en su pecho? ¿O es que como él, actué únicamente por instinto, con ese oscuro impulso del deseo? De sólo pensarlo me siento morir de vergüenza, ¡de vergüenza, de vergüenza!

       Aunque luchaba por no llorar de ira y de tristeza, las lágrimas me brotaban sin cesar. Pero no por el solo hecho de que me hubiese violado. Era la angustia y el dolor de ser violada y a la vez humillada, como un perro leproso al que no sólo desprecian sino que maltratan.

       Pero ¿qué fue lo que hice “después”? Guardo un vago recuerdo, como si todo eso perteneciera a un pasado ya lejano. Recuerdo el instante en que, llorando todavía, sentí en mi oreja el roce de sus bigotes y oí en un susurro su voz cálida diciendo: “¡Matemos a Wataru!”

       Al escucharlo, no sé bien por qué me sentí extrañamente aliviada. ¿Aliviada? Si pudiera usar la metáfora de que la luz de luna es luminosa, tal vez lo que sentí en ese momento fue, sí, una especie de alivio, aunque ese alivio fuera el claro de luna y no la claridad del sol. Pensándolo bien, ¿no podría ser que esa terrible frase de Moritô hubiese logrado consolarme en cierto modo? ¡Ah! ¿Es posible que yo, la mujer, se complazca en ser amada por un hombre aun al precio de matar a su propio marido?

       Seguí llorando con ese sentimiento del claro de luna, triste y aliviada a la vez. ¿Después… después?… ¿Cuándo habré aceptado el plan para ultimar a Wataru con su complicidad? A decir verdad, en el mismo momento de aceptarlo fue cuando recordé a mi marido. Sinceramente, era la primera vez que pensaba en él. Hasta ese momento sólo había pensado intensamente en mí, solamente en mí, que había sido injuriada de ese modo. Pero en aquel instante pensé en mi esposo, en mi tímido esposo… No, no pensé en él, sino que lo “recordé” con tanta nitidez como si lo hubiese tenido delante de mis ojos; con su cara sonriente, como cuando quiere decirme algo. ¿Es posible que haya sido precisamente cuando decidí ejecutar “mi” plan, el momento en que recordé el rostro sonriente de mi marido? En ese mismo instante me decidí a morir, y hasta me sentí feliz de haber tomado esa resolución. Pero cuando dejé de llorar y lo miré otra vez, y de nuevo vi reflejada en él mi propia miseria, sentí que toda mi alegría se esfumaba. Entonces —vuelvo a recordar la angustia de cuando vi el eclipse con mi aya— fue como si de pronto desapareciera todo lo que de maldito y misterioso encerraba aquella alegría. ¿Significa que amo a mi marido el solo hecho de haberme decidido a morir por él? No, no puede ser… obedezco únicamente al propósito de rehabilitarme, con el pretexto de sacrificarme por mi marido… Yo, que carezco de valor para suicidarme… con un corazón mezquino que teme la malicia de los otros. Pero eso podría serme perdonado. Puesto que hay algo más; fui aún más miserable, más ruin. ¿Acaso no quería vengarme del desprecio de aquel hombre y de su bajeza con el pretexto de esta abnegación final? Como corroborándolo, cuando vi el rostro de ese hombre, la extraña sensación —lúcida como la luz de la luna— se desvaneció, y al instante la congoja heló mi corazón. Yo no muero por mi marido. Yo me propongo morir para mí misma. Estoy dispuesta a ello para vengar la humillación y el rencor que conservo de la infamia. ¡Ay! ni merezco seguir en esta vida, ni soy digna de morir.

       Pero, después de todo, nadie sabe cuánto mejor es morir esta muerte que seguir viviendo. Aun en mi angustia, repetidas veces le aseguré, sonriendo, que cumpliría la promesa de matar a mi marido. Y él, que es bastante sensible, habrá imaginado a través de esas palabras de lo que sería capaz si él dejara de hacerlo. Esto significa que habiendo empeñado su palabra, es imposible que esta noche deje de venir… ¿Será el rumor del viento…? Al pensar que la angustia y el sufrimiento que me tortura desde aquel día pueden desaparecer hoy mismo, siento que mis nervios descansan. El sol de mañana bañará fríamente mi cuerpo sin cabeza. Cuando mi marido me descubra… No, no pensaré en él. Wataru me ama. Pero yo no tengo fuerzas para hacer algo por su amor.

       Hace tiempo que sólo puedo amar a un hombre. Ese hombre es, justamente, el que vendrá esta noche para matarme.

       Hasta la débil llama de esta lámpara resulta luminosa para mí, maltratada como he sido por el hombre que amo…



       Kesa apaga la luz. Un momento después, se oye un ruido leve al abrirse la puerta del jardín. La luna irradia una suave claridad.


-Literatura .us



* * *




Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)



La mandarina (1919)

(“蜜柑”, “Mikan”)

Akutagawa Ryūnosuke zenshū

(Tōkyō: Iwanami Shoten, 1954-1955, vol. IV, págs. 95-99)





      Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y sólo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.

       Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente a mí.

       Se trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka.

       Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la ventana.

       Así pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía sólo por capricho, guardé sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua.

       Ahora, el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno.

       El crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo...

       En ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años.


-Literatura .us



 * * *



Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)




La fiesta de baile (1920)

(“舞踏会”, “Butōkai”)

Tales of Grotesque and Curious

Traducción de Glenn W. Shaw

(Tokio: Hokuseido Press, 1930)





1.

      Esto fue en la noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji [es decir, 1886]. Akiko, hija de la familia XX, de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales, formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta, como un suspiro de felicidad incontenible.

       A Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera. Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei.

       Una vez adentro, Akiko se topó con un incidente que la hizo olvidar la inquietud; justo a la mitad de la escalera, el padre y la hija alcanzaron al diplomático chino, que les aventajaba algunos peldaños. Ladeando su cuerpo obeso para dejarles paso, el caballero le lanzó una mirada de admiración a Akiko. El vestido fresco color rosa, la cintilla celeste que colgaba con elegancia del cuello, una sola rosa que despedía una fragancia desde el cabello negro oscuro: la figura de la mujer japonesa, recién tocada por la cultura occidental, se destacaba esa noche con una belleza impecable que dejó abrumado al diplomático chino de coleta larga. En seguida, vinieron bajando con prisa dos japoneses vestidos de frac, que, al cruzarse con ellos, se volvieron casi por instinto para lanzar una mirada rápida de la misma admiración hacia la espalda de Akiko. Los dos señores se ajustaron la corbata blanca de una manera automática, sin explicarse por qué lo hacían, y siguieron su marcha apresurada hacia el vestíbulo entre los crisantemos.

       Cuando el padre y la hija terminaron de subir la escalera hasta el segundo piso, se encontraron a la entrada de la sala de baile con un conde de barba canosa, anfitrión de la fiesta, que, exhibiendo condecoraciones en su pecho, recibía generoso a los invitados, junto con la condesa, algo mayor que él, vestida con esmero al estilo Louis XV. A Akiko no le pasó desapercibido, hasta que el conde reveló un asombro inocente que cruzó en un instante fugaz por su cara astuta sin dejar rastro. Mientras el padre, siempre amistoso, presentó su hija al conde y a la condesa de manera escueta, con una sonrisa alegre. Ella se tranquilizó lo suficiente como para detectar lo vulgar que era el rostro de la condesa altanera.

       En la sala de baile también florecían a sus anchas los crisantemos hasta llenar los rincones más recónditos. El espacio estaba repleto de encajes, flores y abanicos de marfil que se removían en medio del perfume como una ola silenciosa al compás de las damas en espera de su pareja. Pronto, Akiko se separó de su padre y se mezcló con un grupo de damas elegantes. La mayoría eran muchachas de su misma edad, envueltas en vestidos semejantes color celeste o rosa. Al fijarse en Akiko, las damas empezaron a cuchichear como pajaritos y elogiaron al unísono la belleza sobresaliente que dominaba la noche.

       Apenas integrada al grupo, apareció sigiloso de algún escondrijo un francés desconocido, oficial de la marina, que se le acercó haciendo una venia de cortesía a la japonesa con los brazos caídos. Akiko sintió que le subía un rubor tenue por las mejillas. Sin necesidad de preguntar para qué la invitaba el hombre con esa venia formal, ella se volvió hacia la dama del vestido celeste que se sentaba a su lado, para ver si podía dejar en sus manos el abanico que llevaba consigo. De manera inesperada, el oficial francés, con un asomo de sonrisa en las mejillas, le dijo sin ambages en japonés, marcado por un acento peculiar:

       –¿Quiere bailar conmigo?

       En seguida Akiko bailó el vals El bello Danubio azul con el oficial francés, que mostraba el rostro en relieve con los cachetes bronceados y el bigote tupido. Tan baja de estatura, ella apenas alcanzaba los hombros de su pareja con la mano calada por un guante largo, pero el hombre tan experimentado la condujo con destreza y se deslizaron juntos con agilidad en medio del gentío. El oficial le susurraba en francés una que otra palabra de galantería en momentos de distensión.

       Akiko apenas contestaba con una sonrisa tímida al cariño del hombre mientras recorría la sala con su mirada; bajo el telón de seda morada con una inscripción teñida del blasón de la familia imperial y la bandera nacional de China, con los dragones serpenteando con garras hacia arriba, se veían floreros rebosados de crisantemos, algunos de color plata alegre y otros de oro solemne, que flameaban entre los bailarines movedizos. Agitadas por el viento melodioso, que la resplandeciente orquesta alemana emitía sin cesar, como cuando se destapa una botella de champaña. Las ondas humanas no dejaron de realizar ni un instante sus movimientos vertiginosos. Cuando la mirada de Akiko cruzó con la de una amiga suya, que también bailaba con un caballero, las dos cambiaron un cabeceo jubiloso de mutuo reconocimiento entre los pasos acelerados. Al siguiente segundo, ya aparecía otro bailarín ante los ojos de Akiko, vaya a saber de dónde, como una gran mariposa alborotada.

       Durante todo este tiempo, Akiko estaba consciente de que los ojos del oficial se fijaban en cada uno de sus movimientos, evidenciando el gran interés que mantenía el extranjero, ajeno por completo a los hábitos japoneses, en la forma jovial de bailar de su pareja. ¿Una dama tan hermosa también viviría como una muñeca en casa de papel y bambú? ¿Comería con los delgados palitos de metal los granos de arroz servidos en una taza con dibujo de flores azules, tan pequeña como la palma de su mano? ―Estas preguntas parecían dar vueltas en las pupilas del francés al son de su sonrisa afectuosa, lo cual le produjo a Akiko gracia y orgullo al mismo tiempo. Sus finos zapatos de baile color rosa se deslizaron con más presteza sobre el piso, cada vez que la mirada curiosa del francés bajaba hacia los pies.

       Al cabo de algunos minutos, el oficial pareció darse cuenta de que su pareja estaba cansaba y le preguntó benévolo, escudriñando el rostro felino de la japonesa.

       –¿Quiere seguir bailando?
       –Non, merci –resollando, Akiko le contestó con franqueza.

       Entonces el oficial francés, todavía marcando los pasos con el ritmo de vals, la condujo con donaire entre las olas de encajes y flores que se movían a diestra y siniestra, hasta depositarla al lado de un florero de crisantemos, pegado a la pared. Después de hacer la última pirueta, la sentó en una silla con la misma elegancia, irguiendo el busto de su uniforme para hacer otra venia servicial al estilo japonés.


       Más tarde, Akiko bailó de nuevo una polka, y luego una mazurka con el mismo oficial francés, que después la llevó del brazo escalera abajo entre las tres hileras de crisantemos, blanco, amarillo y rosa, hacia el salón amplio de la planta baja.

       En medio de las incesantes idas y vueltas de fracs y camisas blancas, se veían mesas que exhibían platos de plata y cristal, unos con una montaña de carne y setas, otros con torres de bocadillos y helados, y los demás con conos de higos y granadillas. En una pared que no alcanzaban a cubrir los crisantemos, se instalaba un enrejado hermoso de oro, al cual se enrollaba una zarcilla de uvas artificiales. De ahí colgaban como colmenas varios racimos que ostentaban el color violeta al fondo de las hojas verdes. Akiko distinguió a su padre calvo, que fumaba un puro, conversando con otro señor de la misma edad, justo delante del enrejado. Su padre le asintió satisfecho con un cabeceo al reconocerla, pero en seguida le dio la espalda para seguir conversando con su acompañante sin dejar de echar bocanadas de humo.

       El oficial francés y Akiko arribaron a una mesa y probaron juntos unas cucharadas de helado. Mientras tanto, Akiko se daba cuenta de que los ojos de su pareja se detenían de cuando en cuando sobre sus manos, su cabello y su cuello tocado por una cintilla celeste. La mirada del francés estaba lejos de desagradarla, pero hubo momentos en que le despertaba la chispa de la sospecha femenina. Akiko aprovechó el momento en que pasaron al lado dos muchachas extranjeras, quizás alemanas, con una flor roja de camelia sobre los pechos cubiertos de terciopelo, para emitir una frase de admiración a manera de sondeo:

       –Qué hermosas son las mujeres occidentales.

       Al escucharlo, el oficial manifestó, con cara extrañamente seria, su desaprobación con movimientos de cabeza.

       –Las mujeres japonesas también son bonitas. Usted, en particular...
       –No es cierto.
       –Se lo digo en serio. Podrá asistir tal como está a una fiesta de baile en París y de seguro dejará maravillado al público. Usted parece la princesa dibujada por Watteau.

       Akiko no sabía quién era tal Watteau. Los pasados ilusorios ―manantial en un bosque oscuro, rosas marchitas―, evocados por las palabras del oficial, se esfumaron al instante sin dejar huellas ante la ignorancia de la muchacha japonesa. Sin embargo, Akiko, siempre muy intuitiva, recobró la calma acudiendo al último recurso, mientras removía el helado con una cuchara:

       –Me gustaría asistir a una fiesta de baile en París.
       –Pero si es idéntica a ésta –dijo el oficial, observando las olas humanas y las flores de crisantemo que los rodeaban junto a la mesa. De repente se le cruzó un rayo de sonrisa irónica en las pupilas y agregó como en un monólogo, deteniendo el movimiento de la cuchara–: Sea en París o donde sea, la fiesta de baile siempre es la misma.



       Una hora después, Akiko y el oficial francés, todavía tomados de brazo, permanecían contemplando el cielo estrellado desde el balcón adjunto a la sala de baile, donde descansaban algunos japoneses y extranjeros.

       Al otro lado del parapeto estaba el jardín sembrado en toda su extensión por las coníferas que traslucían bajo las ramas enrevesadas las lámparas redondas con luces difusas. Debajo de la capa del aire frío, la superficie de la tierra parecía irradiar un olor a musgo y hojas secas, como un triste suspiro del otoño tardío. En la sala de baile, las olas de encajes y flores proseguían sus vaivenes incesantes bajo el telón de seda morada con el blasón de la familia imperial. Y el torbellino producido por la orquesta aguda seguía mandando palizas inclementes a la masa humana.

       El aire nocturno se sacudía sin cesar con cuchicheos y risas alegres sobre el balcón. Y casi se producía un revuelo entre los concurrentes cuando lanzaban una hermosa flor de fuego encima del bosque oscuro de coníferas. Mezclada en un grupo, Akiko sostenía de pie una conversación relajada con damas conocidas, pero pronto se dio cuenta de que el oficial francés, todavía tomado de su brazo, clavaba su mirada silenciosa en el cielo estrellado que se extendía sobre el jardín. Sospechando vagamente que se sentía nostálgico, Akiko alzó los ojos para observar el rostro del francés y le preguntó en un tono medio indulgente:

       –Piensa en su país, ¿no es cierto?

       Con los ojos aún sonrientes, el oficial se volvió hacia Akiko y le negó con un movimiento pueril de cabeza, en lugar de responderle con un “non”.

       –Pero está muy pensativo.
       –Adivine qué pienso.

       En ese mismo instante hubo otro revuelo como un remolino entre la gente conglomerada en el balcón. Akiko y el oficial se quedaron mudos como si se tratara de de un acuerdo mutuo, y dirigieron sus miradas hacia la bóveda celeste que avasallaba el bosque de coníferas. Una flor de fuego, configurada por trozos azules y rojos, se desvanecía rascando la oscuridad con sus tenazas. La imagen fugaz resultó tan bella que Akiko sintió una tristeza inexplicable.

       –Pensaba en la flor de fuego, que se asemeja tanto a la vie humana –dijo el oficial francés en un tono aleccionador, bajando los ojos tiernos a la cara de Akiko.



2

      En otoño del año siete de Taisho [es decir, 1918], Akiko de antaño, actual señora H, se encontró por casualidad con un joven novelista, a quien había conocido en alguna otra ocasión, cuando viajaba en tren con rumbo a su quinta de Kamakura. El joven guardó sobre la parrilla el ramo de crisantemos que llevaba de regalo para sus amigos de Kamakura. Al ver las flores, la actual señora H se acordó de la anécdota inolvidable y le habló en detalle del baile celebrado hacía muchos años en la Casa Rokumei. El joven se interesó por esa forma peculiar de refrescar la memoria.

       Cuando la señora terminó de relatar la historia, el joven le preguntó sin ninguna intención particular:

       –¿No recuerda cómo se llamaba el oficial francés?

       La respuesta de la señora fue inesperada:

       –Claro que sí. Se llamaba Julien Viaud [Louis Marie-Julien Viaud (1850–1923), un oficial naval y novelista francés, conocido por sus novelas exóticas; usaba el seudónimo Pierre Loti].
       –Ah, fue Loti. Pierre Loti, autor de La señora Crisantemo.

       El joven se emocionó de alegría, pero la vieja señora H, extrañada, sólo le repitió en susurros insistentes:

       –No, no se llamaba Loti. Era Julien Viaud, estoy segura.



-Literatura .us



***




Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)


En el bosque (1922)

(“藪の中”, “Yabu no Naka”)

[Este relato, junto a “Rashômon”, fueron usados como

argumento para la película Rashômon (1950),

dirigida por Akira Kurosawa]

Originalmente publicado en la revista 新潮 (Shinchō), enero 1922.



Declaración de un leñador interrogado por el oficial del Kebiishi:

      —Señor, es verdad; fui yo quien encontró el cadáver. Esta mañana, como de costumbre, había salido a cortar leña y encontré al muerto en el bosque que está detrás de la montaña. ¿El lugar exacto, dice usted? Pues, a unos ciento cincuenta metros de la carretera a Yamashina. Es un lugar solitario, poblado de bambúes, con algunos cedros entre ellos.

       El cuerpo estaba tendido de cara al cielo; vestía un kimono de seda violáceo y llevaba un gorro al estilo Kioto. Una herida de katana le atravesaba el corazón, y las hojas de bambú que lo rodeaban estaban teñidas de rojo. No, no perdía más sangre en ese momento. Creo que la herida estaba seca; un tábano, de tan pegado que estaba a ella, ni siquiera sintió mis pasos.

       ¿Si vi alguna katana o algo parecido? No, no vi nada de eso, señor. Solamente encontré una cuerda junto al tronco de un cedro que había cerca del cadáver. Y…, ah, sí; también junto a la cuerda había un peine. Eso fue todo lo que vi. Daba la impresión de que ese hombre había luchado antes de ser asesinado, porque las hierbas y las hojas que había a su alrededor estaban bastante pisoteadas.

       —¿Había algún caballo cerca del lugar?
       —No, señor. Es un lugar inaccesible para esos animales; está separado de la carretera por un bosque de bambúes.


Declaración de un sacerdote budista interrogado por el oficial del Kebiishi:

      —Es cierto. Ayer me encontré con el desdichado hombre. Ayer… sería cerca del mediodía. El lugar es la carretera que conduce de Sekiyama a Yamashina.

       El hombre caminaba en dirección a Sekiyama acompañado por una dama que iba a caballo. Ni alcancé a ver el rostro de esta dama pues lo llevaba cubierto con un velo. Únicamente pude ver el color de su kimono, que era claro. El caballo era un alazán de finas crines. ¿La estatura de la dama?… algo así como un metro y medio. Como sacerdote, no estoy habituado a fijarme en esos detalles. El hombre iba armado con katana, arco y flechas. Particularmente recuerdo la aljaba negra donde llevaba unas veinte flechas.

       No podía imaginar que a ese hombre le aguardara semejante destino. En verdad, nuestra vida es comparable al rocío del alba o a un destello fugaz. ¡Lamento tanto la suerte de ese hombre que ni encuentro palabras para expresar mi sentimiento!



Declaración del policía interrogado por el oficial del Kebiishi:

      —¿Quién es el hombre que arresté? Es el famoso bandolero Tajômaru. Cuando procedí, él había caído del caballo, y gemía echado sobre el puente de Awataguchi. ¿Cuándo? Fue en las primeras horas de anoche. Recuerdo que aquella otra vez en que fracasé al intentar arrestarlo, también llevaba ese kimono azul y esa larga katana. Esta vez, como ustedes ven, lleva además arco y flechas. ¡Ah!… ¿De modo que el arco y las flechas son iguales a los del muerto? Entonces es seguro que este Tajômaru es el asesino. El arco enfundado en cuero, la aljaba negra y las diecisiete flechas de pluma de halcón, seguramente eran del samurái. Sí; el caballo era, como usted dice, un alazán de finas crines. Pastaba cerca del puente, con las riendas sueltas. Seguramente por una ironía del destino Tajômaru fue arrojado por el mismo caballo que robó.

       Este Tajômaru es el mujeriego más famoso entre los bandidos que merodean por la capital. El año pasado una creyente y su criada fueron asesinadas en un monte, detrás de la estatua de Pindola[8] del Templo Toribe; y se rumoreó que había sido obra de este bandido. Si es Tajômaru el asesino del samurái, vaya uno a saber qué ha sido de la dueña del alazán.

       Si se me permite una palabra, sugiero la conveniencia de averiguar la suerte que corrió la dama.



Declaración de una anciana interrogada por el oficial del Kebiishi:

      —Sí, señor; el cadáver es del hombre que se casó con mi hija. Él no era de la capital; fue samurái en la ciudad de Kokufu, en la provincia de Wakasa. Su nombre es Takejiro Kanazawa y tenía veintiséis años. No, señor, él era una buena persona, y no creo que haya sido víctima de alguna venganza.

       ¿Mi hija? Su nombre es Masago, y tiene diecinueve años. Es impulsiva, pero dudo que haya conocido otro hombre aparte de Takejiro. Es de cutis moreno y su cara es pequeña, ovalada, y tiene un lunar cerca del ojo izquierdo.

       Ayer, Takejiro y mi hija salieron para Wakasa. ¡Quién podía imaginar esta tragedia!

       ¡Qué será de ella! Pues si bien estoy resignada por la suerte de mi yerno, quisiera saber qué ha ocurrido con mi pobre hija.

       ¡Por los cielos, señores, no dejéis piedra sin remover hasta encontrarla!

       A quien odio es a ese asesino, Tajômaru, o como se llame… A él, que no sólo a mi yerno, sino también a mi hija… [Llora y no se entienden sus palabras.]



Confesión de Tajômaru:

      —Sí, señor comisario; yo maté a ese hombre, pero no a la mujer.

       ¿Que adónde fue? No sé nada. ¡Eh! Déjeme en paz; no me apremien porque no podrán obligar a decir lo que no sé. Además, no tengo esperanza de salvarme, así que no veo por qué he de ocultar detalles.

       Bueno, fue así:

       Ayer, poco después de mediodía, me encontré con esa pareja. Justamente una leve brisa levantó el velo de seda que cubría el rostro de la mujer, y la vi apenas. Digo apenas, porque inmediatamente volvió a ocultarlo. Quizá por eso me pareció tan hermosa como la sagrada Bodhisattva. Y desde ese instante decidí conquistarla, aunque tuviera que matar al hombre que la acompañaba.

       ¿Qué dice? Vea: para mí, matar a un hombre no significa gran cosa, como usted creería.

       De todos modos, para poseer a la mujer había que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo mato con katana, y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo; pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal, yo o ustedes. [Sonríe con ironía.]

       Sin embargo, era mejor proceder evitando la muerte del hombre. Y opté por ello. Pero era imposible ejecutar mi propósito en la carretera (que conduce a Yamashina). Entonces inventé una historia para internar a la pareja en la montaña.

       Resultó fácil. Empecé a caminar con ellos, y les conté que había descubierto una vieja tumba en la montaña, hallando una considerable cantidad de sables y espejos antiguos, que luego había trasladado clandestinamente al bosque de bambúes; y que de encontrar a algún interesado, estaba dispuesto a venderlos a bajo precio. Al oír esto, el hombre comenzó a interesarse, y…

       ¿No les parece terrible la codicia que es capaz de abrigar el hombre? En menos de media hora, los tres íbamos camino de la montaña.

       Al llegar al bosque de bambúes me detuve, les dije que más adentro estaba oculto el tesoro, y les pregunté si querían verlo. El hombre, por codicia, no puso objeción; pero la mujer, que ni siquiera se molestó en desmontar, dijo que esperaría allí. Era comprensible su deseo, ante el aspecto de un bosque tan espeso. Y eso era justamente lo que yo quería. Me apresuré a conducir al hombre, sin insistir en que ella nos acompañara.

       A la entrada del bosque hay bambúes solamente pero a cierta distancia existe un lugar más despejado con algunos cedros. No podía haber sitio más apropiado para el logro de mi propósito. Abriéndome camino a través de los bambúes, engañé al hombre diciéndole que las piezas estaban ocultas al pie de un cedro. Él apresuró los pasos hacia unos cedros que se divisaban entre los bambúes. Caminamos aún algo más, y llegamos al lugar señalado.

       En un segundo, lo ataqué y lo derribé. Aunque el hombre llevaba katana y era bastante vigoroso, al ser tomado por sorpresa y atacado por la espalda nada pudo hacer para evitarlo. Lo até sin demora al tronco de un cedro. ¿Dónde conseguí las cuerdas? Gracias a que soy ladrón siempre las llevo, por si me veo obligado a escalar algún muro. Naturalmente; es fácil impedir que el otro grite si se le llena la boca con hojas de bambú.

       Terminada mi tarea con el hombre, volví en busca de la mujer y le dije que fuera a reunirse con su marido, que se había indispuesto repentinamente.

       Demás está decir que el plan tuvo éxito. La mujer, que se había quitado el ichimegasa, se dejó conducir hasta el lugar; pero al llegar, ni bien advirtió la situación del hombre, sacó un puñal —no supe cuándo—, y me desafió. Nunca conocí una mujer tan impetuosa. De no ponerme en guardia nada me hubiera extrañado que en su arremetida terminara atravesándome el vientre, o peor aún, matándome. Pero como sabrá, yo soy Tajômaru. Pude arrebatarle el arma sin hacer uso de la mía, y aunque valiente, una vez desarmada, nada pudo hacer. Así, por fin, pude satisfacer mis deseos de poseerla.

       Como le dije, no había matado al hombre; era innecesario, después de haber conseguido a la mujer. Me disponía a huir cuando sucedió lo inesperado. Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir; si no, ella misma moriría antes que soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres que la habían poseído. Dijo más: que sería de aquel que sobreviviera. Al oír estas palabras, el deseo de matar al hombre me ofuscó. [Sombría excitación.]

       Contándolo de esta manera debo parecer muy cruel. Pero no; usted no vio la cara de la mujer en ese momento, ni soportó su mirada ardiente, como yo. Al mirar esos ojos juré casarme con ella, sí, hacerla mi mujer a riesgo de todo; ése era el único pensamiento que me absorbía.

       Tal pensamiento no se debía al solo deseo carnal, como usted puede suponer. Al contrario; si en ese momento sólo hubiese sentido sensualidad, habría escapado, sin importarme golpear a la mujer. Y de ser así, no habría tenido ninguna necesidad de manchar mi katana con la sangre de ese hombre.

       Pero viendo el rostro de aquella bella mujer en la penumbra del bosque, juré no abandonar el lugar sin haberlo ultimado.

       Sin embargo, no tenía intención de matarlo en forma cobarde: solté sus ligaduras y lo desafié. (La cuerda que se encontró junto al tronco fue la que yo utilicé y que luego dejé olvidada.) Encolerizado, el hombre desenvainó su katana. Inmediatamente me atacó iracundo, sin pronunciar palabra. Huelga explicar lo que pasó después. Mi katana atravesó su pecho a los veintitrés asaltos. Recuerden esto: veintitrés asaltos. No consigo salir de mi asombro. Nadie hasta entonces me había resistido más de veinte. [Sonríe jovialmente.]

       Muerto el hombre, con la katana aún mojada con su sangre, me volví hacia donde había quedado la mujer.

       Pero ante mi asombro, había desaparecido. En vano registré el bosque tratando de encontrarla; ni el menor rastro. Escuché con atención: se oyó el estertor del hombre; nada más.

       Pensé que al empezar el duelo ella habría salido en busca de ayuda. Y puesto que era cuestión de vida o muerte, me apoderé de la espada del hombre, junto con el arco y las flechas, y huí hacia la carretera. Una vez allí, encontré pastando el caballo de la mujer. De lo que siguió después, le diré únicamente que antes de entrar en la capital me deshice de la katana robada.

       Ésta es toda mi confesión. Siempre tuve la convicción de que mi cabeza colgaría algún día de un árbol; senténcienme a la pena capital. [Actitud desafiante.]



Confesión de la mujer que llegó al Templo Shimizu:

      —El hombre que vestía el kimono de seda azul, después de ultrajarme lanzó una mirada sarcástica a mi esposo, que estaba atado al tronco de un cedro.

       ¡Cuán humillado se habrá sentido mi marido! Cuanto más se empeñaba en liberarse, más se hundía la soga en su cuerpo. Desesperada, corrí hacia él. No, mejor dicho, quise correr. Pero al intentarlo, el bandido me derribó.

       En ese preciso instante advertí un brillo extraño en los ojos de mi marido, tenía una expresión indescriptible… Lo recuerdo y todavía me hace estremecer. Él, al no poder hablar, procuraba expresarse de ese modo. Sus ojos no denotaban ni furor ni angustia…; despedían un brillo frío, que reflejaba su desprecio hacia mí. Más herida por esos ojos que por el golpe del ladrón, dejé escapar un gemido y me desvanecí.

       Después de largo rato (creo), recobré el conocimiento, y advertí que el hombre del kimono azul había desaparecido. Estaba solamente mi marido, que continuaba atado al árbol. Me incorporé sobre las hojas de bambú y dirigí hacia él mis ojos. Pero el brillo de los suyos no había cambiado; me observaba con la misma frialdad, reafirmando su desprecio, y en lo más profundo, también su odio. Vergüenza, rabia, angustia…; no sé bien lo que sentí entonces. Me levanté, vacilante, y me acerqué a él:

       —Takejiro —le dije—, después de lo sucedido, no podría seguir viviendo con vos. He decidido matarme, pero… pero vos también debéis morir. Visteis lo que me ha hecho: no puedo dejaros vivir.

       Hube de hacer un gran esfuerzo para decirlo. Pero él seguía mirándome sin inmutarse. Sentí que mi corazón latía con violencia. Busqué afanosamente la espada de mi marido. En vano; por lo visto, el bandido había robado sus armas. Fue una suerte que allí cerca encontrara mi puñal. Sosteniendo el arma en alto, volví a decirle:

       —Ahora, dadme vuestra vida. Yo os seguiré inmediatamente.

       Al escucharme, movió apenas los labios. Con la boca llena de hojas, no podía articular palabra. Sin embargo, con sólo mirarle adiviné su voluntad. Con profundo desprecio me decía: “Matadme”. Sin poderme dominar, enloquecida, clavé la daga en su pecho, a través del kimono de color lila. Volví a desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré, mi marido había muerto. Un rayo del sol poniente, filtrado a través del follaje, iluminaba su rostro sin color. Llorando, quité las ataduras de aquel cuerpo. Después… No tengo fuerzas para narrar lo que me tocó vivir después. Hice todo lo posible para darme muerte; clavé el puñal en mi garganta, me arrojé al lago, cerca de la montaña; pero todo en vano. Heme aquí, frustrados mis intentos, soportando el peso agobiador de mi deshonra. [Sonríe tristemente.]

       Es de creer que a una mala mujer como yo, hasta por la misma Bodhisattva le sea negada la piedad.

       En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada por un bandido, ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que yo… yo…? [Estalla de pronto en violentos sollozos.]



Versión del muerto narrada por la médium:

      —Después de violar a mi mujer, el bandido se sentó junto a ella y le habló, tratando de consolarla. Naturalmente, yo no podía hablar; estaba atado al tronco del cedro, amordazado. Sin embargo, intentaba decirle con los ojos una y otra vez: “No creáis a ese canalla, es mentira todo lo que dice.”

       Pero ella, sentada con las piernas recogidas, sobre las hojas de bambú, se miraba las rodillas con obstinación. Esa actitud me hizo suponer que estaría escuchando las palabras del hombre. Los celos me torturaban.

       El bandido, hábil en la conversación, le hablaba de una cosa y otra, hasta que llegó a proponerle con el mayor descaro: “Ya que has sido injuriada en tu honor, no puedes seguir junto a tu esposo. A cambio de eso, y puesto que ya no serán felices, ¿no prefieres ser mi mujer? Fue el amor que me inspiraste lo que me llevó a cometer tal violencia contra ti”.

       Mi mujer le escuchó fascinada y alzó la cabeza. Nunca la vi tan hermosa como en ese momento. Pero ¿qué respondió ante su mismo esposo, víctima como ella de ese malhechor? Ahora vago perdido en el espacio, pero no podré evitar la rabia y los celos mientras recuerde sus palabras: “Bien, llevadme adonde queráis”. [Largo silencio.]

       Y no fue éste el único delito de mi mujer. Si se tratara sólo de esto no sufriría lo que sufro en esta oscura eternidad. Cuando, como en sueños, se disponía a partir del brazo de aquel hombre, palideció repentinamente, y señalándome, exclamó: “Matadle. No puedo unirme a vos mientras él esté con vida”. Y repitió varias veces, enloquecida: “¡Matadle, matadle!” Aún ahora sus palabras quieren arrastrarme hacia el negro abismo.

       ¿Habrán salido alguna vez palabras tan atroces de labios de un ser humano? ¿Habrán entrado tan odiosas frases en oídos de algún mortal? Alguna vez semejante… [Súbitamente, ríe con desprecio.]

       El mismo bandido se quedó perplejo al oírlas. “¡Matadle!” Ella continuaba gritando y se aferraba al brazo del delincuente. Él la miró fijamente y no contestó… Antes de pensar en una respuesta, la arrojó al suelo de un puntapié. [Nuevamente una carcajada desdeñosa.]

       Luego se cruzó de brazos tranquilamente y mirándome, dijo: “¿Qué piensas hacer con esta mujer? ¿La matas, o la perdonas? Contéstame con la cabeza. ¿La matas?” Sólo por estas palabras perdonaría la acción del individuo. [De nuevo largo silencio.]

       Mientras yo vacilaba en contestar, mi mujer dio un grito y echó a correr, bosque adentro. El bandido se abalanzó tras ella, pero no logró alcanzar ni la manga de su kimono.

       Fugada mi mujer, el hombre tomó mi katana, mi arco y mis flechas. Luego cortó en un solo sitio la soga con que me había atado. Recuerdo que al salir del bosque murmuró: “Ahora se juega mi suerte”.

       Siguió un profundo silencio. No, oí que alguien sollozaba. Mientras me quitaba las sogas escuché con atención, y noté que era mi propio sollozo. (Largo silencio.)

       A duras penas separé del árbol mi cuerpo entumecido. Delante de mí brillaba la pequeña daga que había dejado mi mujer. La recogí y la hundí en mi pecho. Un coágulo de sangre subió a mi garganta, pero no sentí ningún dolor. A medida que mi cuerpo se enfriaba, todo a mi alrededor se volvía silencioso y solemne. Ni el canto de un pájaro se oía en el aire de aquel lugar en la cañada de la montaña. Apenas una débil claridad descendía sobre las hojas, pero también eso fue desapareciendo, hasta que los cedros y los bambúes se borraron de mi vista. Tendido en el suelo, un hondo silencio me envolvía.

       En ese momento alguien se acercó a mí con pasos cautelosos. Traté de ver quién era; pero la oscuridad me lo impidió. Alguien… alguien que no pude ver, una mano invisible, quitó suavemente el arma hundida en mi pecho, al tiempo que otro coágulo me volvía a llenar la boca. Y de nuevo me hundí en el oscuro espacio; por última vez, para siempre.



-Literatura .us



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Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)


Sennin (1922)

[El immortal, El mago]

(“仙人”)

Akutagawa Ryunosuke zenshu

(Tokio: Iwanami Shoten, 1978, Vol. 5, págs. 377-383)



      Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka. No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsukê, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.

       Este hombre –que nosotros llamaremos Gonsukê– fue a una agencia de COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba fumando su larga pipa de bambú:

       —Por favor, señor empleado, yo desearía ser un sennin [palabra tomada por los japoneses del idioma chino, refiere a un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña, y que tiene poderes mágicos, como el de volar cuando quiere y disfrutar de una extrema longevidad]. ¿Tendría usted la gentileza de buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras trabajo como sirviente?

       El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su cliente.

       —¿No me oyó usted, señor empleado? —dijo Gonsukê—. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el secreto?
       —Lamentamos desilusionarlo —musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa—, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá…

       Gonsukê se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón azul, y empezó a argüir de esta manera:

       —Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionadamente, si no lo cumple.

       Frente a su argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:

       —Puedo asegurarle, señor forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto —se apresuró a alegar el empleado—; pero si usted insiste en su extraño pedido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.

       Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa, y logró, momentáneamente por lo menos, que Gonsukê se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el empleado acudió a la casa de un médico vecino.

       Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:

       —Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con rapidez?

       Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado.

       —Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
       —¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona a un doctor con un sennin.

       El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra vez, y se alejó con gran júbilo.

       Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado:

       —Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita promesa después de tantos años?

       La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:

       —Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de “te comeré o me comerás”, para mantener alma y cuerpo unidos.

       Esta frase hizo callar a su marido.

       A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsukê se presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori hakama [haori es una prenda formal, parecida a una chaqueta corta hasta la cintura, que se lleva sobre el kimono y se usa solamente en exteriores, para protegerse del frío; y hakama es un pantalón largo y amplio, con pliegues, especialmente usado por los samurái], quizá en honor de tan importante ocasión. Gonsukê aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:

       —Me dijeron que deseas ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber quién te ha metido esa idea en la cabeza.
       —Bien, señor, no es mucho lo que puedo decirle —replicó Gonsukê—. Realmente fue muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo, pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero… justamente lo que sentía en ese instante.
       —Entonces —prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación—, ¿harías cualquier cosa con tal de ser un sennin?
       —Sí, señora, con tal de serlo.
       —Muy bien. Entonces vivirás aquí y trabajarás para nosotros durante veinte años a partir de hoy y, al término del plazo, serás el feliz poseedor del secreto.
       —¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
       —Pero —añadió ella—, durante veinte años no recibirás de nosotros ni un centavo de sueldo. ¿De acuerdo?
       —Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.

       De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años, que pasó Gonsukê al servicio del doctor. Gonsukê acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo; tenía que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo Gonsukê pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.

       Pasaron por fin los veinte años y Gonsukê, vestido otra vez ceremoniosamente con su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa.

       Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados veinte años.

       —Y ahora, señor —prosiguió Gonsukê—, ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad?
       —Y ahora, ¿qué hacemos? —suspiró el doctor al oír la petición. Después de haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.
       —Tienes que pedirle a ella que te lo diga —concluyó el doctor y se alejó torpemente.

       La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:

       —Muy bien, entonces te lo enseñaré yo; pero ten en cuenta que debes hacer lo que yo te diga, por difícil que te parezca. De otra manera, nunca podrías ser un sennin; y además, tendrías que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga. De lo contrario, créeme, el Dios Todopoderoso te destruirá en el acto.
       —Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea —contestó Gonsukê. Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.
       —Bueno —dijo ella—, entonces trepa a ese pino del jardín.

       Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsukê empezó a trepar al árbol, sin vacilación.

       —Más alto —le gritaba ella—, más alto, hasta la cima.

       De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.

       —Ahora suelta la mano derecha.

       Gonsukê se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha.

       —Suelta también la mano izquierda.
       —Ven, ven, mi buena mujer —dijo al fin su marido, atisbando las alturas—. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
       —En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila. ¡Eh! ¡Hombre! Suelta la mano izquierda. ¿Me oyes?

       En cuanto ella habló, Gonsukê levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsukê y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego… y luego… Pero ¿qué es eso? ¡Gonsukê se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.

       —Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin —dijo Gonsukê desde lo alto.

       Se le vio hacer una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes.

       ¿Qué pasó con la pareja? Eso nadie lo sabe, solamente el pino del jardín del médico permaneció ahí hasta mucho después. Dicen que el comerciante Yodoya Tatsugoro hizo traer ese gran árbol a su jardín para contemplar el paisaje de nieve del pino.

-Literatura .us



* * *



Ryûnosuke Akutagawa

(Kyōbashi-ku, Tokio, 1892 - Tokio, 1927)


Los engranajes (1927)

(“歯車”, “Haguruma”)

Publicado póstumamente, 1927





I. Impermeable


      Desde un balneario veraniego situado a cierta distancia, cargando con mi maleta, tomé un auto hasta la estación de la línea Tokaido [célebre por los grabados de Hiroshige y por el moderno tren bala; es la línea férrea principal que une Tokio y Osaka.], en camino hacia la fiesta de bodas de un conocido. A cada lado del camino que recorría el auto había casi solamente pinos. Era dudoso que llegara a tiempo para alcanzar el tren que iba a Tokio. En el auto iba conmigo un peluquero. Era tan regordete como un durazno y lucía una barba corta. Como estaba preocupado por la hora, hablé con él de manera intermitente.

       —Es raro. He oído que la casa de Fulano está embrujada incluso durante el día.
       —Incluso durante el día.

       Mirando por la ventanilla las distantes colinas de pinos bañadas por el sol de la tarde, procuré satisfacerlo con respuestas ocasionales.

       —Pero no con buen tiempo, sin embargo. Me dijeron que el fantasma aparece casi siempre en días lluviosos.
       —Me sorprende que sólo aparezca para mojarse los días de lluvia.
       —¡No es broma, se lo aseguro!… Y dicen que el fantasma se presenta con un impermeable.

       Con un bocinazo, el auto se detuvo en la estación. Me despedí del peluquero y entré. Como había imaginado, el tren había partido hacía apenas unos minutos. En un banco de la sala de espera, un hombre de impermeable miraba hacia el exterior con expresión ausente. Recordé la historia que acababa de escuchar. Pero la descarté, esbozando una leve sonrisa, y decidí ir a un café situado frente a la estación para esperar el próximo tren.

       Era un café que apenas si merecía ese nombre. Me senté a una mesa del rincón y ordené una taza de cocoa. El hule encerado que cubría la mesa era una cuadrícula de delgadas líneas azules sobre fondo blanco. Pero en los bordes estaba deshilachado y sucio. Bebí la cocoa, que olía a sustancia animal, y observé a mi alrededor el café vacío. En la pared sucia había muchas tiras de papel pegadas, con el menú: “un bol de arroz con pollo y huevo”, “chuletas”, etcétera.

       “Huevos frescos. Chuletas.”

       Las tiras de papel me hicieron advertir que me encontraba en el campo que rodeaba a la línea Tokaido. Aquí las locomotoras eléctricas pasaban en medio de sembradíos de coles y de trigo…

       Casi atardecía cuando abordé el tren siguiente. Usualmente viajaba en segunda, pero decidí que sería más simple ir en tercera.

       El tren estaba bastante atestado. Frente a mí y detrás había niñas de la escuela primaria que regresaban de una excursión a Oiso o algún sitio por el estilo. Mientras encendía un cigarrillo miré con detenimiento al grupo de estudiantes. Estaban de ánimo alegre. Y no paraban de parlotear, dirigiéndose a todos los pasajeros.

       —Eh, señor Cameraman, ¿cómo es una escena de amor?

       “El señor Cameraman”, sentado frente a mí, que parecía participar de la excursión, logró eludir el tema. Pero una muchacha de catorce o quince años siguió disparándole una pregunta tras otra. Al advertir que tenía la nariz congestionada no pude evitar una sonrisa. Después había una niña de doce o trece años sentada en el regazo de una joven maestra; con una mano le rodeaba el cuello y con la otra le acariciaba la mejilla. Mientras charlaba con alguien se volvió hacia la maestra para decirle:

       —Usted es bella, maestra. Tiene bonitos ojos, ¿sabe?

       Me parecieron más adultas que niñas. Es decir, salvo porque mascaban cáscaras de manzanas y desenvolvían un caramelo tras otro… Pero una, que tenía aspecto de contarse entre las mayores, debe de haber pisado inadvertidamente el pie de un pasajero al pasar, y dijo, próxima a mí:

       —Lo lamento muchísimo.

       Sólo ella, más precoz que las demás, parecía más joven. Con el cigarrillo en la boca, no pude evitar sentirme ridículo por haber hallado alguna contradicción en eso.

       El tren, con todas las luces encendidas, llegó finalmente a una estación de cierto suburbio sin que yo lo advirtiera. Me apeé y me encontré en el andén donde soplaba un viento frío, después crucé por un paso elevado y decidí esperar el tren local. Entonces vi al señor T., un hombre de empresa. Hablamos sobre la depresión, etc., mientras esperábamos. Naturalmente, el señor T. estaba mucho más familiarizado que yo con esa clase de problemas. Pero lucía un anillo con una turquesa que no tenía nada que ver con la depresión.

       —Veo que tiene un tesoro allí.
       —¿Esto? Tuve que comprárselo a un amigo que había estado trabajando en Harbin. Ahora las cosas se pusieron duras para él. Ya no está en la cooperativa.

       Afortunadamente nuestro tren no iba muy lleno. Nos sentamos juntos y hablamos de diversos temas. El señor T. acababa de volver esa primavera de la oficina de su empresa en París. Así que hubo cierta tendencia a hablar de París. Historias sobre madame Caillaux, platos de cangrejo, el viaje al exterior de cierto príncipe…

       —En Francia las cosas no están tan mal como creemos. Los franceses por naturaleza no son dados a pagar sus impuestos, y eso suele desembocar en despidos en el gabinete…
       —Pero el franco ha caído en picada.
       —Eso dicen los diarios. Pero cuando uno está en Francia se da cuenta de que consideran a Japón un país de inundaciones y terremotos, que son otras fuentes de problemas.

       Justo en ese momento un hombre con impermeable ocupó el asiento frente a nosotros. Empecé a sentirme un poco raro y estuve a punto de contarle al señor T. la historia de fantasmas que me habían relatado unas horas antes. Pero él, inclinando la empuñadura de su bastón hacia la izquierda, y sin mover la cabeza, susurró:

       —¿Ve ese mujer de allá? La del chal gris…
       —¿La del peinado occidental?
       —Sí, la que lleva el furoshiki [un gran cuadrado de tela que aún se usa mucho en Japón para llevar objetos, paquetes, etcétera] bajo el brazo. Estaba en Karuizawa este verano. Muy emperifollada al estilo occidental.

       Ahora se la veía bastante estropeada. Le eché un vistazo mientras hablaba con el señor T. En su rostro ceñudo había algo un poco demencial. Y de su furoshiki asomaba una esponja que parecía un leopardo.

       —En Karuizawa lo pasaba en grande bailando con un joven norteamericano. Lo que se podría llamar muy moderna…

       Para el momento en que T. y yo nos despedimos, el hombre de impermeable había desaparecido sin que yo me diera cuenta. Desde la estación, aún cargando la maleta, fui caminando hasta un hotel. La calle estaba flanqueada por enormes edificios. Mientras caminaba de pronto pensé en bosques de pinos. Y también había algo extraño en mi campo visual. ¿Algo extraño? Había engranajes semitransparentes que giraban sin cesar. Ya había tenido experiencias similares. Los engranajes crecieron hasta bloquear cualquier otra visión, pero sólo durante un momento, y después desaparecieron y se instaló una terrible jaqueca… era siempre lo mismo. El oculista al que consulté por esa cegadora visión me había dicho muchas veces que fumara menos. Pero yo había empezado a ver los engranajes antes de los veinte años, cuando todavía no había empezado a fumar. Sintiendo que la cosa empezaba nuevamente, probé el ojo izquierdo tapándome el derecho. El ojo izquierdo estaba bien, como había previsto. Pero detrás del ojo derecho, cerrado, seguían girando innumerables engranajes. Al tener obstruida la visión de los edificios de la derecha, continué mi camino con dificultad.

       Cuando llegué a la entrada del hotel los engranajes habían desaparecido. Pero no el dolor de cabeza. Dejé en el guardarropa el abrigo y el sombrero y reservé una habitación. Después telefoneé al editor de una revista y discutí temas de dinero.

       La cena de la fiesta de bodas parecía haber empezado. Me senté en el extremo de una mesa y empecé a comer, provisto de cuchillo y tenedor. El novio y la novia y alrededor de cincuenta comensales más, sentados a la mesa principal en forma de U, parecían muy alegres. Pero yo empecé a sentirme más y más deprimido bajo las brillantes luces. Tratando de eliminar mi sensación me puse a charlar con el invitado más próximo. Era un anciano con melena de león. Además, era un famoso erudito dedicado a los clásicos chinos, cuyo nombre me resultaba familiar. Así que inconscientemente nuestra conversación derivó hacia los clásicos.

       —¿Los kylin son, en suma, una especie de unicornios? Y ho el fénix…

       Parloteando mecánicamente, de a poco creció en mí el deseo de ser destructivo, y no sólo alegué que Yao y Shun eran figuras ficticias, sino que afirmé que el autor de las Crónicas de Lu era de la dinastía Han. En este punto el erudito no pudo seguir reprimiendo su disgusto y, volviéndome la espalda, interrumpió mi charla con un gruñido más o menos como el de un tigre.

       —Si Yao y Shun no hubieran existido, Confucio sería un mentiroso. Y los santos no pueden ser mentirosos.

       Con eso acabó la charla. Otra vez me encontré jugueteando con el cuchillo y el tenedor sobre la carne que tenía en el plato. Entonces descubrí una diminuta criatura que se retorcía en un borde de la carne. Me trajo a la memoria la palabra inglesa worm, gusano. Seguramente, como kylin y ho, también aludía a una bestia legendaria. Apoyé el cuchillo y el tenedor y observé, en cambio, el champán que me habían servido en la copa.

       Cuando por fin acabó la cena, totalmente dispuesto a encerrarme en la habitación que había reservado, caminé por los pasillos vacíos. Me hicieron sentir más en una prisión que en un hotel. Pero afortunadamente, sin que me hubiera dado cuenta, mi dolor de cabeza casi había desaparecido.

       Además de la maleta, habían dejado en la habitación mi abrigo y mi sombrero. Mi abrigo, colgado de la pared, se parecía mucho a mí, allí de pie, y de inmediato lo arrojé dentro del armario del rincón. Después, sentado ante el tocador, miré con resolución mi cara en el espejo. Se marcaban los huesos debajo de la piel. El gusano volvía a aparecer.

       Abrí la puerta y volví al pasillo y caminé sin saber en qué esquina girar. Entonces, en una esquina camino al vestíbulo una lámpara alta con pantalla verde se reflejaba con claridad en una puerta vidriada. De alguna manera, eso tranquilizó mi mente. Me senté en una silla junto a ella y empecé a pensar sobre varias cosas. Pero eso duró apenas cinco minutos. Entonces advertí en el respaldo del sofá, junto a mí, colgado flojamente, un impermeable.

       “Y encima ésta es la época más fría.”

       Mientras mi mente divagaba en esa vena, regresé por el pasillo. En la habitación de los camareros no había nadie a la vista. Pero un fragmento de la conversación que mantenían llegó a mis oídos mientras pasaba por delante. Era en inglés:

       —Está bien —en respuesta a algo.

       “¿Está bien?” Traté de imaginar a qué podría referirse. “¿Está bien?” “¿Está bien?” ¿Qué diablos podía estar bien?

       Por supuesto, mi cuarto estaba en silencio. Pero el solo hecho de abrir la puerta y entrar, por curioso que parezca, me daba miedo. Después de cierta vacilación finalmente me aventuré a transponer la puerta. Luego, cuidando de no mirar el espejo, me senté ante la mesa. La silla tenía brazos, y tapizado como de cuero de lagarto de color azul. Abrí mi maleta, extraje un bloc de notas y traté de retomar cierto relato. Pero la pluma y la tinta estaban inmovilizadas por el fuego eterno. Y cuando finalmente se movieron, sólo aparecieron estas palabras: está bien… está bien… está bien, señor… está bien…

       De pronto un timbrazo del teléfono que estaba junto a la cama. Alarmado me incorporé y llevándome el aparato al oído respondí.

       —¿Quién es?
       —Soy yo. Yo…

       Era la hija de mi hermana mayor.

       —¿Qué ocurre?
       —Sí, ha ocurrido algo terrible. Entonces… como ocurrió algo terrible, también acabo de llamar a la tía.
       —¿Algo terrible?
       —Sí. Por favor, ven rápido. Rápido.

       Y la comunicación se cortó del otro lado. Colgué el auricular y mecánicamente oprimí el timbre para llamar al servicio. Pero advertí que me temblaba la mano. El muchacho demoró en venir. Con más dolor que impaciencia, volví a tocar el timbre una y otra vez, dándome cuenta del significado de las palabras “está bien”, cuya intención había estado tratando de abrirse paso hasta mí.

       El esposo de mi hermana mayor había sido atropellado, y había muerto, esa tarde en el campo, no muy lejos de Tokio. Además, sin ninguna relación en absoluto con el clima, llevaba puesto un impermeable. Todavía sigo escribiendo el mismo relato en esta habitación de hotel. No hay nadie en el pasillo, afuera. Pero a través de la puerta llega, de tanto en tanto, el sonido de un batir de alas. Alguien debe de tener un pájaro.



II. Venganza


      Me desperté alrededor de las ocho y media en ese cuarto de hotel. Pero al levantarme de la cama descubrí, extrañamente, que una de mis pantuflas había desaparecido. Era exactamente la clase de cosa que solía sumirme en el miedo, la angustia, etc., durante el último par de años. Y me recordó también a cierto príncipe de la mitología griega que usaba una sandalia ajena. Toqué el timbre para llamar al botones y le pedí que buscara la pantufla perdida. Registró toda la habitación con una expresión burlona en el rostro.

       —La encontré, aquí está. Estaba en el baño.
       —¿Cómo llegó hasta allí?
       —Tal vez haya sido un ratón.

       Cuando el botones se fue bebí una taza de café, sin leche, y me dispuse a terminar mi relato. Una ventana cuadrada, con marco de toba, daba a un jardín nevado. Siempre que dejaba de escribir, echaba una mirada ausente a la nieve. Bajo el fragante arbusto de adelfa que empezaba a florecer, la nieve se veía sucia por el humo y el hollín de la ciudad. El espectáculo me apenaba. Fumé un cigarrillo, pensando miles de cosas, y la pluma no se posaba sobre el papel. Pensé en mi esposa, en mis hijos, y más que nada, en el esposo de mi hermana mayor…

       Antes de suicidarse, estaba bajo sospecha de haber cometido un incendio deliberado. En realidad, era inevitable que así fuera. Antes de que su casa se incendiara totalmente, la había asegurado por el doble de su valor. Aun así, aunque era culpable de perjurio, estaba en libertad condicional. No era su suicidio, sin embargo, lo que me angustiaba, sino el hecho de que nunca podía volver a Tokio sin ver un incendio. Una vez había visto un incendio en las colinas desde el tren, y otra vez desde un auto (yo iba con mi esposa y mis hijos) cerca de Tokiwabashi. Naturalmente, tuve la premonición de un incendio antes de que su casa verdaderamente se incendiara.

       —Podría declararse un incendio en casa este año.
       —No digas esas cosas… si alguna vez hubiera un incendio, eso nos causaría un montón de problemas. El seguro no alcanza y…

       Así hablamos. Pero no se había producido ningún incendio y, tratando de librarme de la idea, volví a empuñar la pluma. No se me ocurría ni una sola línea. Finalmente, abandonando la mesa, me tendí en la cama y empecé a leer Polikoushka de Tolstoi. El héroe de esa novela es una compleja personalidad en la que se mezclan la vanidad, la morbosidad y la ambición. Y con unos pocos cambios menores, la tragicomedia de su vida podría pasar como una caricatura de mi propia vida. Particularmente sentí en esa tragicomedia la burla del destino, y eso hizo que empezara a sentirme rarísimo. Al cabo de apenas una hora salté de la cama y arrojé el libro contra las cortinas de la ventana de la habitación.

       —¡Maldición!

       Y un gran ratón salió corriendo en diagonal desde detrás de la cortina en dirección al baño. De un salto estuve en el baño y abrí la puerta de par en par, buscándolo. Detrás de la blanca bañera no había rastros de él. De pronto me sentí raro, y calzándome rápidamente las pantuflas salí al corredor, pero no había allí ninguna señal de vida.

       El pasillo, como siempre, estaba tan oscuro como una prisión. Con la cabeza gacha, subiendo y bajando escaleras casi sin advertirlo, me encontré de repente en la cocina. La habitación estaba más iluminada de lo que se hubiera supuesto. Y en un costado las llamas se elevaban, abundantes, sobre el fogón. Al pasar pude sentir los fríos ojos de los cocineros, tocados con sus gorros blancos, que no me quitaban la vista de encima. De inmediato me sentí arrojado al infierno. “Dios, castígame. Por favor, no te ofendas. Esto será mi ruina.” Naturalmente en momentos así era lógico que saliera de mis labios esa plegaria.

       Salí del hotel y recorrí con dificultad el camino fangoso por la nieve semiderretida que me conducía a la casa de mi hermana mayor. Todos los árboles del parque que lo flanqueaban mostraban sus hojas y ramas completamente ennegrecidas. Y cada uno de ellos tenía, igual que nosotros, una parte delantera y otra trasera. A mí me resultaba menos desagradable que intimidante. Recordé el alma que se convertía en un árbol en el Infierno de Dante y decidí caminar por la calle que estaba del otro lado de las vías del tranvía, donde los edificios se alineaban en una fila compacta. Pero incluso allí una manzana era demasiado.

       —Disculpe que lo detenga.

       Era un sujeto de veintidós o veintitrés años con un uniforme con botones dorados. Lo miré fijamente sin decir una palabra y advertí que tenía un lunar [en inglés, mole que también significa topo, un elemento recurrente de este relato que Akutagawa usa para describir su obsesión] en el lado izquierdo de la nariz. Él, quitándose la gorra, me habló con cautela:

       —¿No es usted el señor A.?
       —Sí.
       —Pensé que lo era…
       —¿Qué desea?
       —Nada. Sólo quería saludarlo. Soy admirador suyo, sensei…

       Ante eso lo saludé tocando el ala de mi sombrero y empecé a poner distancia entre nosotros tan rápidamente como pude. Sensei. Un sensei… ese título me había empezado a resultar extremadamente desagradable. Había llegado a sentir que había cometido todos los crímenes imaginables. A pesar de eso, ahora me llamaban sensei en cualquier momento. No podía evitar sentir que había en ello algo vergonzoso. ¿Algo? Pero mi materialismo no podía flaquear ante el misticismo. Pocos meses antes yo había escrito en una pequeña revista: “No sólo carezco de conciencia artística sino de conciencia en general. Todo lo que tengo es coraje…”

       Mi hermana mayor se había refugiado con sus hijos en una casucha de un callejón. Adentro de la casa, con su empapelado pardo, el ambiente era aún más sombrío que afuera.

       Calentándonos las manos sobre un hibachi [un brasero de cerámica, y a veces de madera o de piedra, que se llena de arena y pequeños trozos de carbón; aún se lo ve en el interior y entre las clases marginales de Japón], hablamos de cosas diversas. El esposo de mi hermana, un hombre de contextura robusta, siempre me había parecido instintivamente un inútil, desde que lo conocí. Y había hablado directamente de la inmoralidad de mi obra. Nunca había mantenido con él una charla amistosa, debido a que él despreciaba a alguien que pensara como yo. Hablando con mi hermana me di cuenta de que también él había sido arrojado gradualmente al infierno. Me enteré de que verdaderamente había visto un fantasma en un camarote. Pero, encendiendo un cigarrillo, tuve buen cuidado de mantener la conversación en el tema del dinero.

       —De todas maneras, tal como son las cosas, estoy pensando en vender todo lo que pueda.
       —Yo he pensado lo mismo. La máquina de escribir puede dejar un poco de dinero.
       —Y tenemos algunas pinturas.
       —¿Qué te parece vender el retrato de N-san [el marido de mi hermana]? Pero eso…

       Miré al retrato a lápiz, sin marco, que pendía de la pared, y pensé que no debía hacer una broma tan desconsiderada. Me habían dicho que su rostro había quedado destrozado, que el tren lo había reducido a jirones, y que sólo había quedado su bigote. De hecho, la historia me había conmocionado. Su retrato estaba dibujado con mucho detalle, pero el bigote no se veía del todo claro. Pensé que podría ser por la luz y estudié el cuadro desde diferentes ángulos.

       —¿Qué estás haciendo?
       —Nada… sólo que alrededor de la boca, en ese cuadro…

       Ella se volvió para observar por un momento, pero dijo que no veía nada raro.

       —Sólo el bigote, curiosamente, se ve un poco fino, ¿no es cierto?

       Lo que yo veía no era ilusorio. Pero si no lo era… Decidí que era más prudente separarme de mi hermana antes de que ella empezara a preocuparse por preparar el almuerzo.

       —¿Por qué no te quedas un rato más?
       —Tal vez mañana… hoy tengo que ir a Aoyama.
       —¿Allí? ¿Todavía tienes algún problema físico?
       —Estoy tomando somníferos como siempre. Son tantos… Veronal, Muronal, Trional, Numal…

       Alrededor de treinta minutos más tarde, entré en un edificio, subí en el ascensor y fui al tercer piso. Allí, traté de abrir empujando la puerta de un restaurante. La puerta no se movía. Sobre ella había un cartel: DÍA DE DESCANSO. Estaba más que fastidiado, pero tras echar un vistazo a las manzanas y bananas exhibidas sobre una mesa, del otro lado de la puerta, decidí volver a salir a la calle. Dos hombres que parecían ser empleados, tropezaron conmigo en la entrada, absortos en su conversación. Justo en ese momento uno de ellos, o eso me pareció, dijo: “Es un tormento”.

       Me quedé en la calle, esperando un taxi. Estuve un rato allí. Sin embargo, usualmente había un taxi amarillo en los alrededores. (Esos taxis amarillos, por alguna razón, siempre me involucraban en algún accidente.) Al cabo de cierto tiempo, no obstante, apareció un taxi verde, de la buena suerte, y decidí que de todos modos iría al hospital mental próximo al cementerio de Aoyama.

       “Tormento… Tántalo… Tártaro… infierno…”

       Tántalo yo mismo, de hecho, mirando la fruta a través del vidrio de la puerta. Maldiciendo para mis adentros el Infierno de Dante, observé la espalda del chofer. Y me invadió el sentimiento de que todo es una mentira. La política, el comercio, el arte, la ciencia… todo, ante lo cual yo no era más nada más que el mero camuflaje de una horrible existencia. Empecé a sentirme ahogado y abrí una ventanilla. Pero la sensación no desaparecía.

       Finalmente el taxi verde llegó a Jingu-mae. Allí había un callejón que conducía al hospital psiquiátrico. Pero justo ese día, por algún motivo, no pude encontrarlo. Después de pedirle al taxista que diera un par de vueltas a la manzana para localizarlo, y que volviera siguiendo las vías del tranvía, abandoné y decidí bajarme del auto.

       Por fin encontré el camino y me encontré saltando de derecha a izquierda en un camino lleno de charcos de fango. Entonces, sin advertirlo, debí de haber girado erróneamente, porque me encontré en la sala funeraria de Aoyama. Era un edificio en el que no había entrado desde el funeral de Natsume sensei, unos diez años atrás. Diez años atrás yo no era muy feliz. Pero al menos estaba en paz. Advertí la grava decorativa más allá de la entrada y, recordando el árbol de bashô [el árbol de bashô, del que tomó su nombre el famoso poeta, es el llantén o plantaina] del refugio de Sôseki, no pude evitar sentir que mi vida había terminado. Y tampoco pude evitar sentir que algo me había llevado de regreso a ese lugar después de diez años de ausencia.

       Después de salir del hospital psiquiátrico, tomé otro taxi y decidí regresar al hotel en el que había estado antes. Pero, al bajar del taxi a la entrada del hotel, me encontré un hombre de impermeable que discutía por alguna razón con un camarero. ¿Un camarero? No. No era un camarero sino un hombre de uniforme verde, que estaba a cargo de los taxis. La idea de entrar en el hotel me resultó ominosa y rápidamente giré sobre mis talones.

       Cuando llegué a Guinza, ya casi anochecía. Los negocios ubicados a ambos lados de la calle, la densa muchedumbre, todo se combinaba para deprimirme aún más. Lo que más me trastornó es que en la calle todo el mundo caminaba despreocupadamente, con indiferencia, como si fuera ajeno al pecado. Seguí caminando hacia el norte en la confusión entre el crepúsculo y las luces eléctricas. Luego mis ojos se sintieron atraídos por una librería con revistas y libros apilados. Entré y curioseé en los anaqueles con aire ausente. Había un libro, Mitos griegos, que decidí hojear. Mitos griegos, con su cubierta amarilla, parecía escrito para niños. Pero un renglón que leí accidentalmente me perturbó.

       “Ni siquiera el poderoso Zeus puede vencer al Dios de la Venganza…”

       Salí del local y me mezclé con la multitud. Podía sentir al Dios de la Venganza cerniéndose sobre mis hombros y empecé a vagar sin rumbo, desquiciado.



III. Noche


       En uno de los anaqueles de la planta alta de Maruzen [la cadena de librerías más conocida de Japón, incluso en la actualidad] encontré Cuento de Strindberg, y leí unas páginas mientras me encontraba allí. Describe experiencias semejantes a las mías. Y tenía cubierta amarilla. Volví a dejarlo y recogí un libro grueso que se había caído por casualidad. ¡Y que veo en él sino una ilustración de engranajes con ojos y narices como si fueran seres humanos! Era una compilación de dibujos hechos por internados en asilos mentales, reunidos por algún alemán. Aun en medio de mi depresión, pude sentir que mi espíritu se alzaba en rebelión y con la desesperación de un adicto al juego seguía abriendo un libro tras otro. Por extraño que resulte, casi todos los libros tenían un algún aguijón oculto en sus letras o en sus ilustraciones. ¿Todos los libros? Hasta en Madame Bovary, que había leído muchas veces antes, sentí que al final yo era el burgués monsieur Bovary.

       En la planta alta de Maruzen, casi al anochecer, parecía no haber otro cliente más que yo. Eché un vistazo a un anaquel que tenía el cartel de Religión y extraje un libro de cubierta verde. En el índice, un capítulo estaba titulado: “Los cuatro enemigos mortales: la sospecha, el miedo, la vanidad y la sensualidad”. Con esas palabras, de inmediato mí espíritu volvió a rebelarse. Esos enemigos eran sólo otros nombres de la sensibilidad y la inteligencia. Era insoportable sentir que lo tradicional era tan deprimente como lo moderno. El libro que tenía en mis manos me hizo recordar el seudónimo que había usado alguna vez, Juryo Yoshi. Era el nombre del joven de Chuang-tsé que había olvidado el muchacho de Juryo que había intentado imitar el paso de uno de Kantan y que terminó arrastrándose para llegar a su casa. Ahora debo de ser Juryo Yoshi para todo el mundo. Y, cuando todavía no había sido relegado al infierno, había usado ese nombre… Yo, con un anaquel entero de libros a mi espalda, traté de despojarme de todo engreimiento y me dirigí hacia una muestra de pósters que había a un costado. Allí, en uno de los pósters, un caballero que parecía ser san Jorge daba muerte con su lanza a un dragón alado. En la parte superior de la escena, el rostro ceñudo del caballero, a medias oculto por el casco, se parecía a uno de mis enemigos. También recordé las pinturas de Toryu en el Kanbishi y, sin recorrer la muestra, bajé por la ancha escalera.

       Caminando por Nihonbashi, en la oscuridad, seguí pensando en la palabra toryu. También era el nombre de mi pincel, estoy seguro. El hombre que me lo había dado era cierto empresario. Había fracasado en una variedad de negocios y finalmente acabó en la ruina. Me encontré mirando el cielo y pensando qué pequeña es la Tierra entre todas las estrellas… y cuánto más pequeño era yo. Pero el cielo, que había estado despejado todo el día, se había encapotado sin que yo lo advirtiera. De inmediato sentí que las cosas habían tomado un giro hostil contra mí y decidí buscar asilo en un café.

       “Asilo” es precisamente el término adecuado para describirlo. De alguna manera sentí algo tranquilizador en el matiz rosado de las paredes y me relajé en una mesa. Afortunadamente sólo había unos pocos clientes. Bebí una taza de cocoa y me dispuse a fumar un cigarrillo, como siempre. El humo ascendió en un delgado hilo azul contra la pared rosada. La armoniosa mezcla de los colores suaves me resultó agradable. Pero al cabo de un rato descubrí un retrato de Napoleón en la pared de la izquierda y volví a inquietarme. Cuando Napoleón era sólo un estudiante, había escrito en la última página de su cuaderno de geografía: “Santa Elena, una pequeña isla”. Podría haber sido, como se dice, solamente una coincidencia. Pero era algo que más tarde debe de haberle producido a Napoleón un escalofrío…

       Observando a Napoleón, pensé en mi propia obra. E irrumpieron en mi mente ciertas frases de Vida de un loco. (Especialmente las palabras “La vida es más infernal que el infierno mismo”.) Y también el destino del héroe de El biombo del infierno… un pintor llamado Yoshihide. Después… fumando miré alrededor, tratando de escapar de esos recuerdos. Me había refugiado allí hacía apenas cinco minutos. El lugar ya había experimentado un cambio radical. Lo que me resultaba más incómodo era que las sillas y las mesas de imitación caoba no armonizaban con las paredes rosadas. Temiendo caer en una agonía imperceptible para los demás, traté de salir del café arrojando rápidamente una moneda plateada.

       —Señor, son cinco centavos…

       Había dejado cinco en vez de veinte.

       Mientras caminaba solo por la calle, sintiéndome humillado, recordé de pronto mi casa en el pinar remoto. No era la casa de mis padres adoptivos, situada en los suburbios, sino una casa que yo mismo había alquilado para mi familia, en la que yo era amo y señor unos diez años antes. Pero por alguna razón, sin pensarlo, había vuelto a acordarme de ellos. En el mismo momento empecé a convertirme en un esclavo, un tirano, un egoísta impotente…

       Cuando llegué otra vez al hotel, eran casi las diez. Había estado caminando tanto tiempo que no tuve fuerza de ir a mi habitación y en cambio me senté en una silla frente a la chimenea donde ardía un enorme leño. Empecé a pensar en la obra de largo aliento que había estado planeando. Era un largo relato en el que los héroes serían personas comunes desde la era Meiji hasta la Suiko, en una secuencia de más de treinta cuentos cronológicos. Volaron algunas chispas, y recordé la estatua de bronce que estaba delante del Palacio Imperial. La estatua tenía casco y armadura, y estaba montada en un corcel, como si fuera la Lealtad misma pero su enemigo era…

       —¡Una mentira!

       Una vez más volví instantáneamente del pasado remoto al presente inmediato. Afortunadamente, el hombre que se me acercó era un escultor de cierta edad. Llevaba un abrigo de terciopelo y lucía una barba corta. Me incorporé y estreché la mano que me ofrecía. (No era un hábito en mí. Simplemente imité su costumbre, porque él había pasado la mitad de su vida en París y Berlín.) Sin embargo, curiosamente, su mano era tan viscosa como la piel de un reptil.

       —¿Se aloja aquí?
       —Sí…
       —¿Para trabajar?
       —Sí, también estoy trabajando.

       Me miró directamente. Sentí que me examinaba con ojos de detective.

       —¿Qué le parece si viene a mi habitación a conversar un poco?

       Hablé agresivamente. (Uno de mis malos hábitos era asumir de inmediato una actitud desafiante, aunque en realidad no tenía coraje.) Él sonrió y me respondió preguntando:

       —¿Dónde está su habitación?

       Caminando lado a lado a través de extranjeros que hablaban suavemente, como si fuéramos buenos amigos, nos dirigimos a mi habitación. Allí él se sentó con el espejo a sus espaldas. Y empezó a hablar de muchas cosas. ¿Muchas cosas? En realidad, casi todas eran historias de mujeres. Sin duda, yo era uno de los condenados al infierno por los pecados que había cometido. Así que las historias viciosas me angustiaban aún más. Por un momento me sentí como un puritano y empecé a despreciar a esas mujeres.

       —Mire por ejemplo los labios de S-ko-san. Por haber besado a tantos hombres, ella…

       Cerré la boca de repente y miré su espalda en el espejo. Tenía una venda amarilla pegada justo debajo de la oreja.

       —¿Por haber besado a tantos hombres?
       —Parece ser una de ésas.

       Sonrió y asintió. Sentí que estaba todo el tiempo dedicado al intento de espiar y revelar mi secreto. Pero nuestra conversación todavía siguió girando en torno de las mujeres. Me sentí más incómodo por mi falta de valor que por odiarlo, y sólo pude deprimirme aún más.

       Cuando finalmente se fue, me eché y empecé a leer Anya-Koro [Anya-koro (“Viaje a la oscuridad”, 1912-1937) es la novela más conocida de Shiga Naoya; Akutagawa, que se había dedicado casi por completo a escribir sobre escenas de la antigüedad, etc., durante su último año de vida fue inducido por la lectura de sus contemporáneos más autobiográficos a dedicarse a la exploración de su propio cuerpo y mente atormentados]. Cada una de las luchas espirituales a las que está sometido su héroe me resultaba conmovedora. Sentí que era un estúpido comparado con él, y me puse a llorar sin darme cuenta. Al mismo tiempo, las lágrimas me calmaron. Pero no por mucho tiempo. Mi ojo derecho empezó a ver otra vez esos engranajes semitransparentes. El número de los engranajes, que no dejaban de girar sin pausa, fue aumentando gradualmente. Temiendo una jaqueca, dejé el libro en la almohada, ingerí ocho miligramos de Veronal y decidí que intentaría descansar bien esa noche, fuera como fuese.

       Pero en mi sueño, estaba mirando una piscina. Muchos niños y niñas nadaban en ella, o se zambullían. Me interné en el pinar, dejando atrás la piscina. Entonces alguien me habló a mis espaldas: “Padre”. Me volví por un momento y vi a mi esposa de pie junto a la piscina. Y sentí un intenso pesar.

       —Padre, ¿una toalla?
       —No la necesito. Vigila a los niños.

       Seguí caminando. Pero el suelo por el que caminaba se había convertido en un andén sin que lo advirtiera. Parecía una estación rural, el andén estaba rodeado por un largo seto. Un estudiante de la universidad, llamado H., y una anciana, también estaban allí. Me vieron y se dirigieron a mí por turno.

       —Un enorme incendio, ¿verdad?
       —Yo también logré escapar.

       Me pareció que había visto antes a la anciana. Y sentí júbilo al hablar con ella. Entonces llegó silenciosamente un tren, soltando bocanadas de humo. Subí solo al tren y caminé en medio de camas separadas por colgaduras de tela blanca. Vi una mujer desnuda muy semejante a un cadáver que yacía en una cama frente a mí. Debe de haber sido el cadáver de la hija de algún loco… «el dios de mi venganza»…

       En cuanto me desperté salté de la cama, a pesar mío. La luz eléctrica inundaba la habitación de una luz tan brillante como antes. Pero de alguna parte venían sonidos de aleteos, de ratas que roían. Abrí la puerta, salí al pasillo y rápidamente me dirigí hacia la chimenea. Me senté y clavé la vista en el débil resplandor de las ascuas. Un muchacho de uniforme blanco vino a atizar el fuego.

       —¿Qué hora es?
       —Alrededor de las tres y media, señor.

       En un extremo del vestíbulo una mujer, que parecía norteamericana, estaba entretenida leyendo un libro, sola. Incluso desde la distancia a la que me encontraba era claro que llevaba puesto un vestido verde. De alguna manera eso me hizo sentir alivio y decidí esperar tranquilamente que amaneciera. Como un anciano que espera con calma la muerte después del largo sufrimiento de una enfermedad…



IV. ¿Todavía?



      Finalmente terminé mi cuento en la habitación del hotel y decidí enviarlo a una revista. En realidad, el dinero que obtendría con él era menos del necesario para cubrir la cuenta del hotel por una semana de alojamiento. Pero estaba satisfecho de haber hecho el trabajo y decidí visitar una librería de Ginza como tónico espiritual.

       En el asfalto, bajo el sol invernal, había muchos pedazos de papel. Parecían rosas, exactamente. En cierto modo me sentía de buen ánimo y entré en la librería. Estaba más pulcra y ordenada que de costumbre. Una joven de lentes discutía algo con un empleado, y la charla no llegó a crisparme los nervios. Sin embargo, recordando las rosas de papel arrojadas en la calle, decidí comprar los Diálogos de Anatole France y las Cartas completas de Prosper Mérimée.

       Con los dos libros bajo el brazo, fui a un café. Preferí esperar a que me trajeran una taza de café a una mesa situada en el extremo de la sala. Del otro lado estaba sentada una pareja que parecían madre e hijo. El hijo era más joven que yo, pero una copia exacta de mí. Y conversaban como si fueran amantes, íntimamente. Al observarlos empecé a sentir que el hijo era consciente de que le proporcionaba a su madre también cierta satisfacción sexual. Era una clase de relación que yo conocía por experiencia propia. Además, era un ejemplo de esa tozudez y determinación que convierte el mundo en un infierno. Pero temía volver a ser presa de mis angustias y empecé a leer las Cartas completas de Prosper Mérimée, aprovechando que ya me habían servido el café. En las cartas se revelaba la misma mordacidad aforística que se leía en sus novelas. Sus oraciones acorazaron mis sentimientos, dándoles un filo de acero. (Uno de mis puntos débiles es que esa clase de giros influyen rápidamente en mí.) Muy pronto acabé mi taza y, sintiéndome distendido y despreocupado, abandoné el café.

       En la calle miré todos los escaparates, uno por uno. Un taller de marcos exhibía un retrato de Beethoven. Era la imagen de un genio, con el cabello erizado. No pude evitar que me pareciera ridículo…

       En ese momento vi a un amigo de la época del colegio secundario. Ahora convertido en profesor universitario de química aplicada, cargaba una enorme maleta colmada, y tenía un ojo enrojecido y congestionado.

       —¿Qué te pasa en el ojo?
       —¿Esto? Es sólo una conjuntivitis.

       Entonces, por un sentimiento de afinidad, recordé que catorce o quince años atrás, yo había padecido la misma enfermedad. Pero no dije nada. Él me palmeó el hombro y empezó a hablar de amigos comunes. La charla lo indujo a llevarme a un café.

       —Hace mucho que no nos vemos. Tal vez desde la ceremonia que se hizo por el monumento de Shushunsui [conmemoración de Shushunsui, fue erigido en 1913; erudito y maestro taoísta, Shushunsui había sido invitado a Japón por el shogunato de Tokugawa y se convirtió en ciudadano japonés en 1659].

       Eso me dijo, sentado del otro lado de la mesa de mármol, después de encender un cigarro.

       —Sí. Ese Shushun…

       No sé por qué, pero no pude pronunciar correctamente la palabra Shushunsui. El hecho de que fuera japonés me hacía sentir aún más incómodo. Pero él siguió parloteando sobre mil cosas sin reparar en mi dificultad. Sobre el novelista K., sobre un bulldog que se había comprado, sobre el gas venenoso de lucita…

       —Parece que no estás escribiendo mucho. Sin embargo, leí tu Registro de muerte… ¿Es una obra autobiográfica?
       —Sí, es autobiográfica.
       —Es bastante morbosa. ¿Estás bien ahora?
       —Debo estar medicado siempre, como sabes.
       —Yo también estoy sufriendo de insomnio.
       —¿Qué quieres decir con “también”?
       —Bueno, oí que tú también padeces de insomnio… ¿verdad? Es peligroso, ya sabes…

       Había algo así como una sonrisa revelada en el ojo izquierdo aquejado de conjuntivitis. Antes de responder percibí que tendría dificultad para pronunciar la sílaba final de la palabra insomnio.

       —Es natural en el hijo de un loco.

       Menos de diez minutos después ya estaba otra vez caminando en la calle. Los pedazos de papel sobre el asfalto no llegaban a parecerse del todo a los rostros de los hombres. Entonces una mujer con el pelo a la garçon se acercó a mí en dirección opuesta. A la distancia se la veía bella. Pero cuando se aproximó no sólo vi sus arrugas sino también su fealdad. Y parecía embarazada. A pesar mío le di la espalda y doblé una esquina metiéndome en una ancha calle lateral. Pero hacía ya un tiempo había empezado a tener dolores hemorroidales. Era un dolor que sólo podía aliviarse con un baño de asiento.

       Un baño de asiento… también Beethoven solía hacerse baños de asiento.

       De inmediato el olor del azufre que se usaba en los baños asaltó mi nariz. Naturalmente, en la calle no había azufre por ninguna parte. Recordé otra vez las rosas de papel y seguí caminando con paso tan seguro como pude.

       Una hora más tarde, nuevamente encerrado en mi cuarto, me senté ante la mesa y empecé otro cuento. Para mi sorpresa, la pluma se deslizaba con fluidez sobre el papel. Pero al cabo de unas pocas horas se detuvo, como por obra de algo invisible a mis ojos. Me sentí obligado a incorporarme y a ponerme a caminar por el cuarto de arriba abajo. La sensación expansiva que experimentaba era absolutamente inusual. Con una suerte de salvaje júbilo, sentí que no tenía padres ni esposa ni hijos; todo lo que tenía era la vida que fluía de mi pluma.

       Pero al cabo de cuatro o cinco minutos me llamaron por teléfono. Atendía muchas veces, pero el teléfono sólo repetía unas palabras ambiguas. En cualquier caso sonaba como todo. Finalmente abandoné el teléfono y volví a mi caminata por el cuarto. Pero la palabra todo me pesaba extrañamente.

       “Todo… topo…”

       Topo es mogura en japonés. La asociación tampoco era feliz para mí. Y al cabo de segundos empecé a debatirme con topo, ciego, muerto… la mort. La mort, la muerte, en francés, me inquietó. Así como la muerte había caído sobre el esposo de mi hermana, ahora parecía acecharme a mí. Pero aun en mi inquietud encontré algo gracioso. Y me encontré sonriendo como un tonto. ¿Qué era lo que me hacía gracia? No lo sabía con certeza. Me detuve ante el espejo, algo que no había hecho durante un tiempo, y me enfrenté con mi reflejo. Naturalmente había una sonrisa en mi cara. Mientras la observaba, recordé el álter ego. Por fortuna mi álter ego —el Doppelgänger alemán— nunca se había parecido mucho a mí. Pero la esposa de K., que se había convertido en una estrella de cine norteamericana, había visto a mi álter ego en el corredor del Teatro Imperial. (Recuerdo mi incomodidad cuando de repente la señora K. me dijo: “Lamento no haberlo saludado el otro día”.) Después, un ex traductor, que tenía una sola pierna, también vio a mi álter ego en una tabaquería de Ginza. La muerte podría caer sobre mi álter ego en vez de caer sobre mí. Aunque me ocurriera a mí… Me alejé del espejo y volví a la mesa frente a la ventana. Se podía ver un césped deslucido y una piscina a través del marco cuadrado de toba. Mirando el jardín recordé unos cuadernos y unas obras teatrales inconclusas que había quemado en un pinar distante. Tomando la pluma, empecé a escribir otra vez el nuevo cuento.



V. Shakko

(Shakko es el nombre de un periódico; sin embargo, la expresión “luz roja” no debe confundirse 
con su contraparte occidental: en japonés refiere al paraíso budista)



      La luz del sol empezó a atormentarme. Como un topo, mantuve las cortinas corridas y, con la luz eléctrica encendida, seguí dándole duro a mi cuento. Después, agotado, abrí la Historia de la literatura inglesa de Taine y leí sobre la vida de los poetas. Todos habían sido desdichados. Hasta los gigantes de la época isabelina… hasta Ben Jonson, el más distinguido erudito de su tiempo, solía estar tan atormentado por la ansiedad que había empezado a ver ejércitos cartagineses y romanos enzarzados en combate sobre el dedo gordo de su pie. No pude evitar sentir placer, un placer algo maligno, al leer sobre esas desventuras.

       A la noche, con un intenso viento del este (para mí de buen augurio), salí por el sótano a la calle y decidí visitar a un anciano que conocía. Trabajaba solo como cuidador en el ático de una empresa de biblias y dedicaba casi todo su tiempo a la lectura y la oración. Calentándonos las manos sobre un hibachi hablamos de temas diversos bajo un crucifijo que pendía de la pared. ¿Por qué mi madre se volvió loca? ¿Por qué mi padre fracasó en los negocios? ¿Por qué yo estaba siendo castigado? Él estaba familiarizado con esos temas misteriosos y con una extraña sonrisa solemne solía hablarme con facilidad y extensamente. Y a veces, en sus frases concisas, atrapaba la vida en toda su naturaleza caricaturesca. No podía evitar admirar al eremita en su ático. Pero al hablar con él descubrí que tenía ciertas propensiones…

       —La hija del jardinero es adorable, de buen carácter, y tan tierna conmigo.
       —¿Cuántos años tiene?
       —Cumple dieciocho este año.

       Es posible que fuera un sentimiento paternal. Pero no era difícil advertir cierta pasión en sus ojos. Y las manzanas que me ofreció sin advertirlo dejaban traslucir, en sus cáscaras amarillentas, unos unicornios. (Con frecuencia encontraba criaturas míticas en las vetas de la madera y en las rajaduras de las tazas de café.) Los unicornios eran, sin duda, Kylin (los unicornios chinos). Recordé que un crítico hostil me había calificado una vez de “prodigio (kirinji) de la década de 1910”, y de repente sentí que ese ático con su crucifijo tampoco era un lugar seguro.

       —¿Cómo has estado últimamente?
       —Tenso, como siempre.
       —Las drogas no te curarán. ¿Por qué no te haces cristiano?
       —Si hasta yo pudiera…
       —No hay nada difícil en ello. Simplemente, si crees en Dios, en Cristo el Hijo de Dios, y en los milagros que hizo Cristo…
       —Creo en los demonios…
       —Entonces, ¿por qué no en Dios? Si crees en las sombras, no entiendo cómo haces para no creer también en la luz.
       —Pero hay una oscuridad donde no llega ninguna luz.
       —¿Sombras sin luz?

       No pude responder nada. Él también caminaba en la oscuridad. Pero mientras hubiera sombras, él creía que también había luz. Ése era el único punto en el que teníamos una diferencia lógica. Pero para mí era un abismo infranqueable…

       —Pero verdaderamente existe la luz. Tenemos milagros que lo prueban… Hasta en nuestros días se producen milagros.
       —Los milagros son obra de los demonios…
       —¿De dónde salen tus demonios? —Estuve tentado de contarle mis experiencias del último par de años. Sin embargo, temía que les contara a mi esposa y a mis hijos, y que volvieran a mandarme al manicomio como le había ocurrido a mi madre.

       —¿Qué es eso que tienes allí?

       El anciano regordete giró para ver los viejos anaqueles e hizo una mueca semejante a la de Pan.

       —Es una colección de Dostoyevski. ¿Leíste Crimen y castigo?

       Naturalmente yo había tenido predilección por Dostoyevski unos diez años atrás y había leído cuatro o cinco libros suyos. Pero conmovido porque él hubiera dicho casualmente Crimen y castigo, le pedí el libro prestado y decidí regresar al hotel. La calle, deslumbrante por la luz eléctrica y tan llena de gente, me resultó opresiva. En ese punto me habría resultado insoportable encontrarme con algún conocido. Traté de avanzar por las calles laterales más oscuras, sigiloso como un ladrón.

       Al poco rato, sin embargo, empecé a sentir dolor de estómago. Sólo un vaso de whisky podía curarme de ese mal. Encontré un bar y traté de abrirme paso para entrar. En el atestado bar había un humo denso, y algunos jóvenes, que parecían artistas, bebían sake juntos. En el medio de todo eso había también una muchacha que rasgueaba una mandolina con toda gravedad. De inmediato me sentí inseguro y retrocedí sin haber siquiera transpuesto la puerta. Descubrí que mi sombra oscilaba sin razón de derecha a izquierda. Y la luz que brillaba sobre mí, extrañamente, era roja. Me detuve. Pero mi sombra siguió oscilando de un lado a otro como antes. Me volví tímidamente y finalmente advertí un farol con vidrios de color que pendía del alero del bar. El farol se meneaba lentamente, movido por el fuerte viento…

       A continuación entré en un restaurante instalado en un sótano. Me acerqué a la barra y pedí un whisky.

       Vertí el whisky en un vaso de soda y lo sorbí en silencio. A mi lado había dos hombres de alrededor de treinta años, que parecían periodistas, hablando en voz baja. Hablaban en francés. Les di la espalda, pero sentí sus ojos sobre mí. De hecho, sus miradas me afectaron como una corriente eléctrica. Conocían mi nombre, era indudable, y estaban hablando de mí.

       —Bien… très mauvais… pourquoi?
       —Pourquoi?… le diable est mort!
       —Oui, oui… d’enfer…

       Arrojé una moneda plateada sobre el mostrador (el único dinero que me quedaba encima) y decidí salir de ese sótano.

       En la calle, la brisa nocturna que soplaba fortaleció mi ánimo y el dolor de estómago cedió. Recordé a Raskolnikov y sentí el deseo de arrepentirme de todo. Pero no sólo para mí, sino también para mi familia, eso habría significado una tragedia. Y era cuestionable si mi deseo era verdadero o no. Si por lo menos mis nervios fueran tan fuertes como los de los hombres comunes… pero necesitaba ir a alguna parte para que eso ocurriera. A Madrid, a Río o a Samarkanda…

       Justo en ese momento un pequeño cartel blanco en el alero de un negocio me inquietó. Era el sello de una marca, unas alas pintadas sobre un neumático de auto. Me recordó a Ícaro con sus alas artificiales. Su intento de volar alto, sus alas derretidas por el calor del sol, su final, ahogado en el mar. A Madrid, a Río o a Samarkanda… ¿cómo podía evitar reírme de un sueño tan necio? Al mismo tiempo, no pude evitar pensar en Orestes, perseguido por los dioses de la venganza.

       Caminé por una calle oscura, junto a un canal. Entonces recordé la casa de mis padres adoptivos, en los suburbios. Por supuesto, deben de estar esperando mi regreso. Probablemente mis hijos también… pero cuando regresara… no podía evitar temer que hubiera allí alguna fuerza que me retuviera, naturalmente. El chapoteo del agua del canal alzó un bote de juncos a mi lado. En el fondo del barquito brillaba una débil luz. También allí debe de haber una familia, hombres y mujeres viviendo juntos. Odiándose y sin embargo amándose lo suficiente… pero alenté a mi mente a continuar la lucha y decidí volver al hotel, sintiendo el whisky en mi interior.

       De regreso ante la mesa, retomé la lectura de las Cartas de Mérimée. Silenciosamente eso empezó a revivirme. Pero cuando descubrí que en sus últimos años Mérimée se había convertido al protestantismo, de pronto sentí que se ocultaba tras una máscara. Él tanteaba en la oscuridad, igual que nosotros. ¿En la oscuridad?… Anya-Koro empezó a cobrar proporciones temibles para mí. Recurrí a los Diálogos de Anatole France para olvidar mi depresión. Pero este Pan de los tiempos modernos también cargaba una cruz…

       Más o menos una hora más tarde el botones me trajo una tanda de cartas. Uno de ellas era de una librería de Leipzig que me pedía un ensayo sobre “Las mujeres modernas en Japón”. ¿Por qué me buscan a mí para ese artículo? Había un post scríptum (en inglés) manuscrito: “Junto con el artículo apreciaríamos recibir un retrato de mujer… pero en blanco y negro como en las pinturas japonesas”. Las palabras me recordaron el whisky Black & White, y rompí la carta en mil pedazos. Abrí otro sobre al azar, y examiné el papel de carta amarillo. Era de un joven, alguien a quien yo no conocía. Pero al cabo de unas pocas líneas, las palabras “Su Biombo del infierno…” me irritaron. La tercera que abrí era de mi sobrino. Después de una profunda inspiración, me zambullí en la lectura de problemas familiares, etc. Pero incluso esa carta me deprimió al llegar al final.

       “Te envío un ejemplar de la segunda edición de la Antología de Shakko…”

       ¡Shakko! Sentía que alguien se estaba burlando de mí y busqué amparo fuera de la habitación. No había nadie en el pasillo. Apoyé una mano en la pared para sostenerme y recorrí el camino hasta el vestíbulo. Busqué una silla y decidí encender un cigarrillo. Por algún motivo, era un Airship. (Sólo había fumado Star desde mi llegada al hotel.) Las alas artificiales volvieron a aparecer ante mis ojos. Decidí llamar otra vez al botones y pedirle que me comprara dos paquetes de Star. Pero, si era verdad lo que me dijo, desafortunadamente no les quedaban Star.

       —Pero tenemos Airship, señor…

       Meneé la cabeza y miré el gran vestíbulo que me rodeaba. En un extremo había algunos extranjeros charlando en una mesa. Uno de ellos, una mujer de vestido rojo, parecía mirarme mientras hablaba con los otros en un susurro.

       —Señora Townshead…

       Algo que trascendía mi poder de visión llegó hasta mí a pesar del susurro. El nombre de la señora Townshead, por supuesto, era desconocido para mí. Aun cuando fuera el nombre de la mujer que estaba allí… Me incorporé y, medio loco de miedo, decidí regresar a la habitación.

       Cuando estuve allí pensé en llamar a cierto hospital psiquiátrico. Pero ir a ese lugar significaba la muerte para mí. Después de muchas vacilaciones me puse a leer Crimen y castigo para distraerme. Sin embargo, la página en la que abrí el libro era de Los hermanos Karamazov. Suponiendo que me había equivocado de volumen, miré la cubierta. Crimen y castigo… el libro debía ser Crimen y castigo. En el error de encuadernación, en el hecho de que había abierto el libro en esta página mal intercalada, sentí el accionar del dedo del destino y seguí leyendo con sentimiento de inevitabilidad. Pero antes de terminar siquiera la página advertí que todo mi cuerpo empezaba a temblar. Era un fragmento en el que Iván era atormentado por la inquisición del diablo. Iván, Strindberg, de Maupassant, yo mismo, en esa habitación.

       Sólo el sueño podía salvarme de ese estado. Sin que me hubiera dado cuenta, las drogas se me habían terminado. No podía soportar el tormento si no dormía. Con valor nacido de la desesperación, me hice traer una taza de café y decidí seguir escribiendo frenéticamente. Dos, cinco, siete, diez páginas… el manuscrito creció a toda velocidad. Llené el relato de criaturas sobrenaturales. Una de ellas me describía. Pero el agotamiento acabó por extenuar mi mente. Me aparté de la mesa y me tendí en la cama. Debo de haber dormido entre cuarenta y cincuenta minutos. Sentí que alguien susurraba en mi oído, despertándome y haciendo que me pusiera de pie, las palabras:

       —Le diable est mort.

       Del otro lado de la ventana de toba estaba a punto de romper el día. De pie junto a la puerta, miré la habitación vacía. En el cristal de la ventana advertí una pequeña escena del mar más allá de un pinar amarillento. Me acerqué a la ventana con cierta timidez, para advertir que la escena había sido evocada por el pasto marchito y la piscina del jardín. Pero la imagen había despertado en mi mente una especie de nostalgia de mi casa.

       Decidí que me iría a casa después de haber llamado a una de las editoriales de revistas y haberme asegurado alguna fuente de ingresos, a las nueve de la mañana. Libros, papeles, objetos personales, volvieron a guardarse en la maleta, sobre la mesa.



VI. Avión



Tomé un auto desde una estación de la línea Tokaido hasta un balneario veraniego situado a cierta distancia. Por alguna razón, a pesar del tiempo helado, el chofer llevaba puesto un impermeable. Sintiendo que había algo muy extraño en esa coincidencia, traté, dentro de lo posible, de mirar todo el tiempo por la ventanilla para no verlo. Un poco más allá del lugar donde crecían unos pinos pequeños, probablemente por un antiguo sendero, vi que avanzaba una procesión fúnebre. En la procesión no parecía haber faroles blancos ni de santuario. Pero delante y detrás del ataúd se mecían silenciosamente flores artificiales plateadas y doradas…

       Cuando por fin llegué a casa, pasé algunos días muy tranquilos, gracias a mi esposa e hijos y a los opiáceos. La planta alta ofrecía una modesta vista del mar más allá de los pinares. En la mesa de la planta alta, escuchando el arrullo de las palomas, decidí trabajar solamente durante las mañanas. Además de las palomas y los cuervos, los gorriones también se posaban en la galería. Era una alegría para mí. “Una urraca entra en la sala”… pluma en mano, cada vez que venían los pájaros, también venían a mí las palabras.

       Una tarde cálida y nublada fui a comprar tinta. La única tinta que les quedaba era sepia. La tinta sepia me resultaba más desagradable que cualquier otra. Tuve que salir del negocio y caminé, solo, por la concurrida calle. Un extranjero corto de vista, de unos cuarenta años, se paseaba muy ufano. Era sueco y sufría de paranoia y vivía en las cercanías. Y se llamaba Strindberg. Cuando pasé a su lado, la proximidad me pesó físicamente.

       La calle sólo tenía unas pocas cuadras de largo. Pero al recorrerla un perro, negro de un lado, pasó junto a mí cuatro veces. Doblando en una esquina, recordé el whisky Black & White. Y recordé también que el pañuelo de Strindberg era blanco y negro. No podía ser una coincidencia. Y si no lo era… Me sentí como si sólo mi cabeza hubiera estado caminando, y me detuve un momento. Detrás de una cerca de alambre, junto a la calle, habían arrojado un cuenco de vidrio con todos los colores del arco iris. En la base había un dibujo, como un ala estampada. Muchos gorriones volaron desde la copa de los pinos. Pero cuando se acercaron al cuenco, cada uno de ellos, como de común acuerdo, volvió a elevarse a los cielos con el resto…

       Fui a la casa de los padres de mi esposa y me senté en el jardín en una silla de ratán. En un gallinero cercado con alambre, en un rincón del jardín, daban vueltas numerosas Leghorn blancas, en silencio. A mis pies estaba echado un perro negro. Tratando de responder una pregunta que nadie podía captar, yo parecía conversar tranquilamente con la madre y el hermano menor de mi esposa.

       —Muy tranquilo aquí.
       —En cualquier caso, mucho más tranquilo que Tokio.
       —¿A veces también hay agitación aquí?
       —Como sabes, esto también es parte del mundo.

       Y al decir esas palabras, la madre de mi esposa se rió. Verdad, ese balneario veraniego era parte del mundo. Durante el año anterior yo había llegado a enterarme de la cantidad de crímenes y tragedias que tenían lugar. Un médico que había tratado de matar lentamente a un paciente con veneno, una anciana que incendió la casa de una pareja adoptiva, un abogado que trató de despojar a su hermana menor de la herencia… mirar sus casas era para mí ver el infierno de la vida.

       —Hay un loco en esta ciudad, ¿no es cierto?
       —Tal vez te refieres a H. No es loco. Se ha convertido en un idiota.
       —Lo que llaman demencia precoz. Siempre me hace sentir extraño. No sé por qué estaba arrodillado ante la imagen de Kannon con cabeza de caballo.
       —Te hace sentir extraño… Deberías ser más fuerte…
       —Tú eres más fuerte que yo, sin embargo…

       El hermano menor de mi esposa, sin afeitarse, porque acababa de levantarse de la cama después de una enfermedad, hizo esta acotación, indeciso como siempre.

       —Soy débil, pero fuerte en cierto modo…
       —Bien, lo lamento.

       Mirando a esa suegra mía, no pude evitar esbozar una amarga sonrisa. El hermano de mi esposa, sonriendo también mientras miraba los pinares que se extendían más allá de la cerca, siguió parloteando distraídamente. (El joven hermano convaleciente me parecía a veces un espíritu que había escapado de su cuerpo.)

       —Soy tan poco mundano y sin embargo al mismo tiempo anhelo tanto el contacto humano…
       —A veces eres un buen hombre, a veces uno malo.
       —No, es algo muy diferente de lo bueno o lo malo.
       —Como un niño que vive dentro de un adulto.
       —No exactamente. No puedo expresarlo con claridad… Tal vez algo más semejante a los dos polos de la electricidad. En cualquier caso, me ocurren al mismo tiempo dos cosas diferentes.

       Lo que me sobresaltó fue el rugido de un avión. A pesar mío, alcé la vista para encontrar un avión que parecía que volaba tan bajo, como para rozar las copas de los pinos. Era un monoplano inusual con las alas pintadas de amarillo. También los pollos y el perro se sobresaltaron y se lanzaron a correr en todas direcciones. El perro se ocultó bajo el porche, ladrando.

       —¿No se caerá ese avión?
       —Jamás… ¿Sabes de alguna enfermedad de los aviones?

       Encendiendo un cigarro meneé la cabeza en vez de decir “no”.

       —Como la gente que anda en esos aviones respira todo el tiempo el aire de la atmósfera superior, se dice que gradualmente se vuelve incapaz de vivir en el aire de aquí abajo…

       Caminando entre los pinos cuyas ramas no se movieron ni una sola vez después de que me fui de la casa de la madre de mi esposa, descubrí lentamente que estaba deprimido. ¿Por qué ese avión siguió ese trayecto, justo por encima de mi cabeza, y no cualquier otro? ¿Por qué sólo tenían cigarrillos Airship en aquel hotel? Me debatí con esas diversas preguntas y caminé por calles que elegí porque no había en ellas ningún signo de vida.

       El mar estaba gris y encapotado más allá de una duna baja. En la costa arenosa se erguía el armazón de un columpio sin columpio. Al verlo inmediatamente recordaba una horca. Y algunos cuervos se posaron en él. Todos me miraron, pero no amagaron siquiera con lanzarse a volar. Y un cuervo, en el centro, alzó su pico al cielo y graznó cuatro veces.

       Avanzando a lo largo del borde de la playa, con su hierba marchita, decidí seguir por un camino junto al que se erguían muchas casas de campo. Se suponía que a la derecha se encontraba una casa de madera de dos plantas, de estilo occidental, construida entre altos pinos. (Un buen amigo mío la llamaba “La morada de la primavera”.) Pero al pasar por el lugar vi tan sólo una bañera sobre una base de cemento. Un incendio, se me ocurrió de inmediato mientras seguía adelante rápidamente, tratando de no mirar. Un hombre en bicicleta se acercaba derecho hacia mí. Llevaba una gorra de caza marrón oscuro, la mirada extrañamente fija y estaba agachado sobre el manubrio. Inesperadamente vi en su cara la cara del esposo de mi hermana mayor y decidí alejarme del camino antes de que llegara hasta mí. Pero en el medio del sendero yacía, de espaldas, el cadáver de un topo.

       Que algo estuviera dirigido a mí empezó a hacerme sentir más inquieto con cada paso. Gradualmente, los engranajes semitransparentes bloquearon mi visión. Temiendo que estuviera próximo mi momento final, seguí caminando, manteniendo rígido el cuello. A medida que el número de engranajes crecía, también empezaron a girar. Al mismo tiempo, el pinar que estaba a mi derecha empezó a verse como a través de vidrio astillado, con ramas silenciosamente entrelazadas. Sentí que mi corazón latía con violencia y traté muchas veces de detener mi avance por la senda. Pero ni siquiera resultaba sencillo detenerse, como si alguien me empujara desde atrás…

       Al cabo de unos treinta minutos estaba en la planta alta de mi casa, descansando la espalda y padeciendo una aguda jaqueca, con los ojos fuertemente cerrados. Entonces empezó a aparecer detrás de mis párpados un ala de plumas plateadas superpuestas como escamas. Se reflejaba claramente en mi retina. Abriendo los ojos, miré el techo y, tras confirmar que no había allí nada semejante, decidí volver a cerrar los ojos. Pero el ala plateada por cierto regresó en esa oscuridad, tal como antes. Entonces recordé que también había un ala en la tapa del radiador del taxi que había tomado el otro día…

       Alguien subió la escalera con rapidez y después bajó apresuradamente, con mucho estrépito. Alarmado al advertir que sería mi esposa, me incorporé de inmediato y bajé a la sala oscura en la que desembocaba la escalera. Mi esposa, que parecía sin aliento, estaba temblando visiblemente.

       —¿Qué ocurre?
       —No, nada…

       Finalmente levantó el rostro y esbozó una sonrisa forzada mientras hablaba.

       —Nada… simplemente se me ocurrió, padre, que estabas por morir…



       Fue la experiencia más aterradora de mi vida… ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo. Es inexpresablemente doloroso vivir en este estado mental. ¿No hay nadie que venga y me estrangule en silencio mientas duermo?

-Literatura .us



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Fuente:
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